¿Qué dijo monseñor Carlos Castillo?
Psicólogo
La homilía de la misa y Te Deum por Fiestas Patrias del Arzobispo de Lima, en nuestra tradición republicana, al coincidir con la fecha del Mensaje a la Nación del Presidente de la República, siempre ha sido motivo de reflexión para los peruanos y peruanas sobre el presente y el futuro de nuestra nación. Un alto en el camino para recibir las enseñanzas del primado de la Iglesia Católica sobre la Palabra de Dios, que ayudara a iluminar el presente.
Aunque esta vez ha sido silenciada por los grandes medios de comunicación; su magisterio repercute más allá de los católicos de Lima a los que originalmente va dirigido. Y aunque no ha hablado a nombre de todos los obispos del Perú (según el Derecho Canónico, cada uno es responsable del magisterio en su sede), el mensaje del monseñor Castillo ha tenido y seguirá teniendo ecos favorables y desfavorables, porque, como relata la parábola de Jesús, la palabra de Dios es como una semilla que no siempre cae en campo fértil.
Su homilía fue, ante todo, un mensaje sobre los textos bíblicos para impulsar al compromiso y la acción de los creyentes. Es un mensaje teológico y pastoral, aunque no sea ajeno a la visión del mundo que ofrecen las ciencias sociales. Vale la pena aclararlo, porque un mensaje político sería impertinente, como sí lo fueron los mensajes de su antecesor durante dos décadas y que los duros críticos de hoy de monseñor Castillo, acogieron con entusiasmo en esos años.
La homilía tuvo tres partes: una primera (“Estén siempre alegres”) dedicada a aclarar el sentido de las tres lecturas, que en 1985 habían sido escogidas para celebrar cada 28 de Julio a María, reina de la paz. La segunda parte se tituló “¿En qué nos puede ayudar esa luz para nuestro hoy?” y un llamado a la acción o remate llamado “Escuchar, comprender, apreciar, valorar y promover”.
Resulta desconcertante, por decir lo menos, que luego de la catástrofe de la pandemia y de las recientes muertes violentas de decenas de peruanos a manos de las fuerzas de seguridad, monseñor Castillo llame al pueblo a la alegría, “todo un desafío para nuestra fe y para nuestro estado de ánimo actual”, como él mismo reconoce. Pero al hacerlo, dice que no se trata de “una alegría vacía, cándida” sino que debe nacer de “razones profundas de justicia” y de servicio y fraternidad. Y dice eso dirigiéndose a “nuestras mujeres de las ollas comunes”. Aclara que en tiempos del profeta Isaías “el pueblo caminaba en tinieblas” y recibe el anuncio del nacimiento de un hijo que subirá al trono de David para restaurar su reino en equidad y justicia. Recuerda que, en tiempos de María e Isabel, dos mujeres milagrosamente embarazadas, “dominaban Israel sacerdotes aristócratas saduceos, cómplices del imperio romano… Todo lo que hacían eran juegos de poder y dinero, amarres y acuerdos bajo la mesa, despreciando a los débiles (…) El rey que nacería sería muy distinto, cercano, servidor, identificado con su pueblo, podríamos decir, incluso, ‘democrático’…” Dice luego que María e Isabel “sienten que su Dios se fija en ellas, y ellas lo alaban porque cumple sus promesas”.
Entonces, la alegría surgirá de “vivir como hermanos, con justicia, con esperanza” en las promesas de Dios, pese a que lobos disfrazados de ovejas siembren la discordia. Pero una invitación a la alegría será un cliché buenista, ingenuo, si no parte del compromiso con los más pobres y vulnerables, como trató de hacerlo la Iglesia durante la pandemia instalando plantas de oxígeno, ayudando con los víveres de Cáritas, atendiendo en hospitales y cárceles, apoyando a los deudos desde las vicarías de la Solidaridad y de Acción Social, pero Castillo reconoce que “aún tenemos serias dificultades, por eso, es que pedimos también, perdón”.
En la segunda parte hizo una interesante digresión histórica para recordar las divisiones y luchas por el poder de 1823 entre los políticos de entonces, tomando distancia del discurso oficial que por estas fechas ha fijado en la memoria colectiva una independencia florida en la proclama del general San Martín y el himno nacional. Recordó el primer golpe de Estado de nuestra historia contra la Junta Gubernativa presidida por La Mar, los debates en el Congreso Constituyente entre monárquicos y republicanos, las pujas de los partidarios de Bolívar. El año pasado, delante del presidente Castillo, había recordado la capacidad de renuncia del general San Martín pero, también el facilismo de quienes querían una solución rápida invitando al ejército de Bolívar y luego entronizándolo como presidente vitalicio. Esta vez citó a Sánchez Carrión: “Un representante, padre de la Patria, debe estar desnudo de aquellas pasiones que sólo devoran a los que ansían el mando y el poder para esclavizar a sus compatriotas…”
Aludiendo a Pedro Castillo, dijo que desde hace un año se desvanecieron las esperanzas de cambio que anidaron en el corazón de los de abajo “por aquella estrecha ambición que no supo interpretar el sentir popular” y que ha continuado la separación y distanciamiento entre los políticos y “la vida del pueblo sencillo y sus graves sufrimientos y demandas”
Fue un mensaje para el pueblo de Dios que “existe, sufre y demanda cambios urgentes”, aunque señaló, también, que le correspondía “hacer, con todo respeto, la invocación a las máximas autoridades del país a colocarse por unos minutos, en la situación de aquellos que más sufren, afrontando cara a cara nuestros desaciertos y los graves males en que hemos incurrido, incluidas, las muertes que esperan aún, justicia y reparación”.
Finalmente dijo: “Como Iglesia no estamos para dar soluciones estratégicas o tácticas que corresponden al campo estrictamente político y económico. Pero no puede quedarse muda ante el relajamiento humano y ético de la Patria. No puede dejar de llamar a todos a la unidad para un programa mínimo común y efectivo que prevea afrontar, con el concurso de todos, los sectores sociales y políticos, la urgente necesidad de afrontar la situación dramática que se avecina, fortaleciendo y anchando la participación y la democracia, en vez de restringirla, dando preferencia a los más vulnerables…”
Dios es grande, cumple misteriosamente y con sorpresa sus promesas y no va a olvidar a su pueblo, pero el pueblo tiene que unirse y hermanarse, aunque sus líderes lo ignoren, lo traicionen, lo olviden o se vendan a los poderosos extranjeros. Hay que tenerlo muy presente. Pero esa unión dependerá de la acción política de los hombres y mujeres más lúcidos y honestos, “una de las formas más altas de la caridad”, como ha recordado el Papa Francisco.