Abolición de la muerte
Escritor
Somos “Ser-para-la-muerte”, dijo el filósofo Martin Heidegger. Es verdad. La muerte nos define y nos delimita. No la muerte en tanto tal, que compartimos con todos los organismos, sino la muerte como fin, como destino, como marco de referencia para la travesía de la persona humana. Más específicamente: la piedra angular sobre la que se construye nuestra habitación del mundo es saber la muerte, la conciencia de la finitud como condición estructurante de la vida. Por eso, y aunque nos pasamos los días tratando de escapar de ese saber y lo llenamos con chácharas de asolapada armadura metafísica, no hay en realidad nada más trascendental, y pocas cosas revelan quiénes somos con la nitidez con que lo hace nuestra postura ante la muerte, tanto la propia como la ajena. En particular, pocas cosas son tan fundamentales —en toda la extensión de esta última palabra— para la ética.
Este tema está hoy de nuevo en las primeras planas peruanas, a raíz de una sentencia judicial que ordena al MINSA y a Essalud respetar la decisión de la psicóloga Ana Estrada de morir con dignidad mediante un procedimiento de eutanasia. Estrada sufre una enfermedad degenerativa terminal desde los 12 años (hoy tiene 44), y lo que pide es que se le permita decidir cuándo poner fin a su sufrimiento y, una vez tomada esa decisión, hacerlo de la forma más segura y adecuada, acompañada, protegida. El fallo, aplicable únicamente a su caso, no legaliza la eutanasia en el país, pero sí constituye un paso en esa dirección, y no es por azar que quienes se oponen radicalmente a esa práctica hayan reaccionado con alarma.
Y no es por azar tampoco que la suya sea una alarma metafísica. La Conferencia Episcopal Peruana, por ejemplo, se apuró a sacar un comunicado donde le dicen a Estrada que rezarán por su alma, pero que debe seguir sufriendo porque dios lo manda. Le piden que atraviese “el misterio del dolor” como hacen las buenas cristianas. El comunicado añade otras razones para oponerse a la Eutanasia (cháchara, como escribí), pero ese es el núcleo de su respuesta a Estrada, la única sección en la que hablan de ella con nombre propio y se refieren a su familia con ánimo pastoral
La postura de los obispos ilustra meridianamente la monstruosidad inhumana —es más, antihumana— de su teología: para ellos (como, lamentablemente, para muchos de sus fieles y seguidores), lo que realmente importa no es cuánto sufra el cuerpo en el trámite de morir, sino que la decisión sobre ese dolor jamás sea suya. Entienden lo que está en juego: la autonomía fundamental de la persona. Lo entienden y lo niegan. No nos quieren autónomos sino esclavos: esa esclavitud, esa sumisión, es para ellos el sentido de la vida, iluminado por su finitud. Y no es que no seamos autónomos por condición ontológica, pues claramente lo somos (como dijo el candidato López Aliaga, que comulga de la misma ostia: siempre te puedes lanzar de un edificio). Es que no debemos serlo. Nuestro sometimiento es el suelo sobre el que se construye su ética.
Ana Estrada, por cierto, lo entiende con la misma precisión. Se lo ha dicho así a la Deutsche Welle: "No se trata solamente de la muerte digna, se trata de la libertad”. No la libertad ilusoria de evadir la muerte o trascenderla como promete esa misma teología que nos quiere sufrientes y nos necesita esclavos, sino la de apropiarnos de ella. En esa lucha, que aún no ha concluido, Ana Estrada es una heroína, y le debemos la gratitud más solidaria.