Apuntes sobre terrorismo de Estado en Perú
“Tenemos que revisar y retirar de los textos escolares donde señala [sic] que lo que vivió nuestro país fue una guerra interna. No, señores, lo que vivió nuestro país fue terrorismo, y hay que decirlo así con nombre propio”. Este polémico plan fue anunciado por Keiko Fujimori en el debate presidencial del 1 de mayo de 2021 (Chota, Cajamarca). A primera impresión, las palabras de Fujimori perfilan una verdad: “lo que vivió nuestro país fue terrorismo”. Sin embargo, tenemos que ser más precisos y remarcar lo siguiente: no solo se trató del terrorismo de Sendero Luminoso, sino también del terrorismo del Estado peruano. Por lo general, es común sopesar, analizar, sistematizar los orígenes y la violencia senderista. Por otra parte, sin embargo, resulta indispensable no olvidar que policías, militares, y diversos miembros de las Fuerzas Armadas, por órdenes estatales, cometieron una plétora de crímenes, violaciones y torturas, en numerosas zonas rurales. Este fue un aspecto ya denunciado por Alberto Flores Galindo en 1986, como detallaré más adelante. Así las cosas, el proyecto de Keiko Fujimori de eliminar el término “guerra interna” significa limpiar la cara a la responsabilidad de la clase dominante en la política peruana. Hablar de “terrorismo”, como lo hace Fujimori, es ver la historia solo desde una perspectiva y ocultar los crímenes cometidos por el Estado peruano. Keiko Fujimori trata así de defender las violaciones de derechos humanos ocurridos durante los gobiernos de Belaunde Terry, García Pérez y su padre. Asimismo, hablar de terrorismo de Estado -donde los principales ejecutores fueron las Fuerzas Armadas- ha devenido en un tema tabú para la derecha peruana. Recientemente, Héctor Béjar fue obligado a renunciar como ministro de Relaciones Exteriores debido a declaraciones que invitaban a repensar la historia del terrorismo en el Perú. Luego de la captura de Abimael Guzmán en 1992, el fujimorismo inventó el discurso oficial del terrorismo, según el cual Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru fueron los únicos responsables de aquella violencia. Las palabras de Béjar sostenían que el terrorismo en realidad es una práctica anterior a 1980 y que sus antecedentes se podían encontrar en los ataques terroristas de miembros de la Marina de Guerra del Perú en contra del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armandas, entonces liderado por Juan Velasco Alvarado en 1975.
Desde 1969 hasta 1980, el Partido Comunista Sendero Luminoso, liderado por Abimael Guzmán, también llamado presidente Gonzalo, desarrolló el adoctrinamiento de sus seguidores siguiendo los postulados maoístas de la revolución campesina. Desde sus orígenes, la cúpula senderista estuvo integrada por miembros de la Universidad de Huamanga (Ayacucho), donde el discurso de Guzmán ganó adeptos entre la clase media provinciana. Por esto, para los senderistas que pertenecían a grupos sociales des-campesinados y des-indianizados, los campesinos representaban un modelo de vida y un sistema económico que era necesario superar para lograr la revolución que cambiaría el destino del país. No obstante, en sus primeros años, los campesinos ayacuchanos mantuvieron negociaciones con los senderistas. Según explica Carlos Ivan Degregori (2014), “SL ofrecía un orden autoritario y encaraba militarmente problemas concretos de campesinos empobrecidos”. Las tensiones, sin embargo, no tardarían en surgir. Como ha demostrado Miguel La Serna en The Corner of the Living (2012), en Ayacucho, Sendero Luminoso tuvo que enfrentar conflictos con las políticas locales en las comunidades de Chuschi y Quispillacta. Sendero trató de mimetizarse con el sistema de justicia en estas comunidades, castigando e incluso ejecutando a miembros indios o mestizos que eran considerados inmorales o nocivos. Asimismo, los senderistas supieron captar las rivalidades entre Chuschi y Quispillacta, de tal manera que los comuneros apelaban a ellos para resolver sus desacuerdos. En medio de estas tensiones locales, Sendero mantuvo una predisposición por el terror que se confrontaba con las tradiciones comunitarias. Los senderistas comenzaron a mostrar posiciones extremas que perjudicaban el estilo de vida en las comunidades. Ignorando las políticas campesinas, buscaban legitimar su autoridad sin importar los costos de vidas humanas, como sucedió en la masacre de Lucanamarca que Abimael Guzmán justificó del siguiente modo: “ahí lo principal fue hacerles entender [a los campesinos y a los militares] que éramos un hueso duro de roer, y que estábamos dispuesto a todo, a todo”. En línea con esta disposición, Sendero asesinó a los líderes de las comunidades, prohibió tradiciones locales, fiestas patronales y ferias comerciales, disciplinando a los campesinos en el castigo y la tortura en sus llamados “juicios populares”. En el II plan militar de Sendero en mayo de 1982 su principal consigna fue “conquistar, remover y batir el campo”. "Batir" indica aquí no solo golpear sino crear un espacio plano donde las diferencias culturales y políticas son exterminadas para asegurar el éxito de la revolución senderista. Los campesinos ayacuchanos y puneños sufrieron represalias, torturas, fueron obligados a asesinar a sus animales, como recuerda Anne Lambright en Andean Truths (2015). En muchos casos fueron asesinados “chancándole la cabeza con una piedra. En lenguaje senderista: ‘aplastar como sapo con piedra’”, expresión citada por Carlos Ivan Degregori. Pero no solo Sendero buscaba arrasar las vidas de las comunidades. Las Fuerzas Armadas cometieron numerosos crímenes en nombre de la seguridad nacional, asesinando a quienes ellos creyeran que era un “posible” terrorista, violando mujeres e invadiendo poblaciones en venganza. Para el presidente Fernando Belaúnde Terry la sierra ya no solo era la “mancha india” del mapa nacional, sino una geografía de “zonas de emergencia” donde los senderistas organizaban su lucha armada. El 17 de mayo de 1980, en el poblado de Chuschi, Ayacucho, el Partido Comunista Sendero Luminoso, liderado por Abimael Guzmán, comenzó su campaña de “Inicio a la Lucha Armada” (ILA). La primera reacción de Belaunde fue considerar que se trataban de simples guerrilleros. No obstante, debido al avance senderista, Belaunde tomó la decisión de delegar a las Fuerzas Armadas el control de la seguridad nacional, declarándose zonas de emergencia en diversas provincias ayacuchanas. Entre 1983 y 1984, los militares realizaron una "guerra sucia" con el objetivo de derrotar a los senderistas . Para esto torturaron, encarcelaron y mataron a campesinos que consideraban posibles terroristas o cómplices, sin ningún tipo de pruebas o juicios. Al respecto, el Séptimo Consejo Nacional de la Confederación Campesina del Perú (1986) señaló que: “el aspecto más agudo de esta represión [militar] es el genocidio de poblaciones campesinas íntegras, arrojando a los cadáveres en fosas o dejándoles tirados como para que sean devorados por los perros o aves de rapiña”.
Asimismo, en 1986, el historiador peruano Alberto Flores Galindo dedicó el epílogo de su monumental libro, Buscando un inca, a develar la responsabilidad de los militares durante la guerra interna. En primer lugar, Flores Galindo remarcó cómo los militares, en complicidad con las autoridades estatales, estuvieron involucrados en las desapariciones de presuntos “terroristas” y convirtieron a las comunidades ayacuchanas en “botaderos de cadáveres”. Leemos así: “Durante ese año de 1983 se inauguran dos prácticas patentadas exclusivamente por el Estado y las fuerzas represivas: las desapariciones y las fosas clandestinas, llamadas en un expresivo neologismo «botaderos» de cadáveres: hoyos mal cubiertos en que aparecían amontonados los muertos” (p. 378). En segundo lugar, el historiador denunció cómo los estados de emergencia declarados por el Estado causaron el despoblamiento de las comunidades, optando “sin miramiento alguno por la desertificación” (Flores Galindo, 1986, p.390). Considero que este término puede ayudarnos a profundizar en el sentido genocida de la destrucción ejecutada por las Fuerzas Armadas. Desierto aquí no sólo indicaba un espacio geográfico, sino que también tiene la potencia de un verbo: desertificar, esto es, “transformar en desierto amplias extensiones de tierras fértiles” (Diccionario RAE, Web). Así, en la sierra central y sierra sur, las tierras se transforman en “pueblos sin jóvenes, pueblos abandonados, habitados por huérfanos” (Flores Galindo, 1986, p.390). Este genocidio militar se reforzó drásticamente debido a la campaña antisubversiva del primer gobierno fujimorista, lo cual “lleva a que los militares controlen en 1991, uno de los momentos de mayor intensidad de la guerra interna, el 55 % de la población y el 39 % del espacio geográfico nacional", tal como acota Nicolas Lynch en "Una tragedia sin héroes" (1999). Según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, Sendero Luminoso causó el 54 % de muertes y desapariciones, mientras que militares y policías produjeron un daño equivalente al 36 %. A pesar de estas cifras oficiales, Cynthia E. Milton en Art from a Fractured Past (2014) sugiere que “el abuso cometido por los militares, la policía, y otros actores estatales pudo haber sido mayor y podría haber sido sobreestimado por la CVR”. Por este motivo, Flores Galindo ponía seriamente en cuestionamiento cualquier recopilación de datos sobre el conflicto que fuera promovida o permitida por la milicia, la policía o comisiones estatales, ya que se trataban de datos manipulados que buscaban encubrir las verdaderas responsabilidades del Estado y las Fuerzas Armadas. En este sentido, sin lugar a dudas los militares, autorizados por el Estado peruano, fueron tanto o más responsables que los terroristas en causar la destrucción físicas y mental de las poblaciones campesinas.
En su artículo, “The State Is a Man” (2016), la antropóloga Audra Simpson indica: “las mujeres indigenas desaparecen porque ellas han sido consideradas como cuerpos para matar, violar y ser reemplazados” (p. 10). Las mujeres campesinas fueron desapareciendo de las geografías andinas, convirtiéndose en víctimas durante el conflicto armado. Cabe precisar que “desaparecer” no implica, en este contexto, dejar de ser vista o percibida. Por el contrario, las mujeres campesinas se convirtieron en sujetos residuales por un exceso de visibilidad. Por ejemplo, en la localidad de Manta (Huancavelica, Perú), las Fuerzas Armadas impusieron su dominio entre 1983 y 1999, violando a las mujeres campesinas como un acto cotidiano. Las mujeres eran vistas por los militares como cuerpos para ser torturados; ellas no eran presencias invisibles en Manta, sino el blanco del proyecto militar de destrucción. Igualmente, en la localidad de Huancabamba (Piura), los policías de la comisaría violaron a la dirigente campesina Paulina Santos, acusándola de senderista. Como recuerda Cecilia Blondet en “La emergencia de las mujeres en el Perú” (1997), los policías “se emborracharon, le pegaron, le cortaron el pelo y la violaron (...) Los días siguientes fueron iguales, a Paulina le dolía su cabeza y su vientre, pero no tenía nada que decir. Otras dirigentes también fueron capturadas”.
Una muestra tangible del terrorismo del Estado peruano puede apreciarse en algunos cuadros que participaron en el Concurso de dibujo y pintura campesina, especialmente entre 1990 y 1996. Podemos mencionar, por ejemplo, la obra titulada “Violencia de Comunidades de Ayacucho” de Augusto Campos Gamboa (Figura 1). Esta imagen sintetiza la transformación de las tierras campesinas en cementerios y centros de tortura. Nótese como el uso de la perspectiva visual nos propone que ese cadáver masacrado es la misma tierra violentada por las Fuerzas Armadas.
Fig. 1: “Violencia de Comunidades de Ayacucho” de Augusto Campos Gamboa (Ayacucho, 1990)
Otra perspectiva nos la ofrece el cuadro de Filomeno Palomino Sicha, titulado “Exceso de Fuerzas Armadas” (Figura 2). En esta obra hecha con lapicero y colores sobre cartón dúplex, Palomino Sicha se esfuerza por mostrarnos que los militares invadieron todo el espacio en la comunidad de Acco Capillapata: están dentro de las casas, en las áreas de cultivo; los vemos en la plaza, llegando en helicóptero; exigiendo, fusil en mano, que las mujeres cocinen para ellos. Se trata de una presencia que ha invadido todos los rincones de la comunidad, tanto los espacios públicos como privados. El poder de las Fuerzas Armadas se remarca con la imagen del helicóptero al centro del cuadro y la indicación de los tres muertos. Adviértase que en ambos casos la sangre ha hecho desaparecer los rostros faciales, enfatizando así la crueldad de este exceso: los militares convierten a los sujetos campesinos en cuerpos sangrientos.
Fig. 2: “Exceso de Fuerzas Armadas” de Filomeno Palomino Sicha (Huamanga, 1992)
Una imagen que merece especial atención es “Incursión militar a un pueblo” de Raul Castro Lazo (Fig.3). La acotación final del título, “masacre total”, enfatiza la crueldad de este operativo. El cuadro ofrece un panorama que permite dar cuenta de la “incursión”: los helicópteros disparan a quienes huyen por los cerros, se queman edificios, los cuerpos de mujeres y niños caen por los suelos. Un detalle visual que es crucial aquí es el símbolo de las banderas. En un extremo apreciamos la bandera nacional, pero también, al otro extremo del cuadro, observamos una bandera roja que alude a la presencia senderista. Es posible que ese pueblo de la imagen sea una “zona liberada”. En las “zonas liberadas” la doctrina de Sendero era la única regla, por encima de cualquier tradición o autoridad local. En este sentido, “Sendero quería mantener un férreo control sobre los territorios que liberaba” (Flores Galindo, 1986, p.370). Pero, como podemos observar, las Fuerzas Armadas también aprovecharon sus “incursiones” para violentar a las comunidades campesinas. Es importante precisar que tanto militares y senderistas transformaron los territorios andinos en topografías de la crueldad o espacios donde los sujetos campesinos dejaban de tener derechos y eran convertidos en muertos-en-vida.
Fig.3: “Incursión militar a un pueblo” de Raul Castro Lazo (Junín, 1990)
El plan de Keiko Fujimori de manipular los textos escolares buscaba negar la realidad de una guerra interna. Buscaba legitimar una versión de la historia que convenía a su campaña y que protegiera, además, a la clase política que ha dominado el país y cuyas decisiones provocaron una mayor producción de muerte. Hoy por hoy, la oposición al gobierno de Pedro Castillo, verbigracia los grupos de derecha, tratar de borrar todo indicio de un terrorismo de estado que asoló numerosas comunidades campesinas. El argumento fujimorista y derechista reproduce la dicotomía entre la nación peruana y sus enemigos, entre peruanos y “no-peruanos” (los únicos que son considerados “terroristas” por el oficialismo y la opinión pública). Sin embargo, vale la pena detenerse nuevamente en el cuadro de Raul Castro Lazo comentado líneas arriba. En esa imagen vemos cómo miembros de las Fuerzas Armadas disparan sobre la bandera peruana y, por lo tanto, ellos también producen violencia y atentan contra sus compatriotas. Finalmente, en medio de esa “incursión”, los presidentes de aquel contexto, Fernando Belaunde Terry, Alan García y Alberto Fujimori, fueron quienes legitimaron y fortalecieron los crimenes del terrorismo de estado. Se trata de un terrorismo no siempre explorado, del que prefiere no hablarse por un razon simple: Sendero Luminoso no fue el único responsable de esa guerra interna; los gobernantes entre 1980-1990, policías, soldados, y diversos miembros de las Fuerzas Armadas, también participaron activamente en proyectos de exterminio, violaciones de derechos humanos y el caos social de la nación.