Asamblea constituyente: ¿hay alternativa?
Escritor
La encuesta nacional urbano-rural del IEP que publicó ayer La República incluye muchas revelaciones interesantes. Me quiero enfocar en dos que me han resultado particularmente significativas, pues señalan, creo, tanto una ruta viable de salida a la crisis política del Perú como los riesgos que la acompañan.
La primera es el nivel de consenso que ha alcanzado la idea de una asamblea constituyente. En mayo de 2022, cuando Pedro Castillo presentó al Congreso la propuesta de convocar tal asamblea, el IEP registró un apoyo minoritario entre sus encuestados: 47%. En enero de 2023, 69% está de acuerdo con esa convocatoria.
Las diferencias entre un momento y otro son obvias. La idea ya no se identifica con Castillo, hoy fuera de escena, o con su gobierno, hoy suicidado; es un mecanismo mediante el cual la ciudadanía puede intervenir, literalmente con su voz y su voto, en un proceso de cambio que hace ocho meses aún no se había iniciado, pero hoy ya está en curso.
Esa es la demanda de fondo: hoy los cambios constitucionales se entienden como inevitables y de hecho ya están en marcha, y los peruanos, masivamente, no queremos que queden donde se encuentran ahora, en manos de la actual Comisión de Constitución o de las bancadas del Congreso. Al contrario, queremos quitarles ese privilegio, y queremos hacerlo no principalmente mediante la confrontación política violenta, sino mediante un procedimiento democrático.
Responder a esa demanda avanzaría un buen tramo, en mi opinión, en la ruta de canalizar las energías de la protesta en una dirección institucional, haciéndolas partícipes del proceso del poder sin necesariamente restarles radicalismo. Todavía hay tiempo para ello, pero se acorta. Lo está acortando el gobierno a balazos.
La segunda revelación es, quizá, menos optimista: lo que los encuestados del IEP quieren o esperan del cambio constitucional da para todos los disgustos. Desde mi punto de vista, el apoyo mayoritario a la intervención del Estado como propietario en la actividad productiva (51%) y a que se proteja constitucionalmente a los trabajadores del despido arbitrario (74%) son aspectos positivos, pero habrá sin duda quien se espante de ambas cosas. Al mismo tiempo, la encuesta confirma la marcada deriva autoritaria y reaccionaria, que hace tiempo se distingue en la cultura pública peruana: 58% en contra de la despenalización del aborto, 73% en contra del matrimonio igualitario, 72% a favor de la pena de muerte, 74% a favor del servicio militar obligatorio. Y así.
Ante esto, hay la tentación entre intelectuales progresistas de recular y decirse que el remedio —abrir la posibilidad de darles anclaje constitucional a esas opiniones— podría terminar siendo aún peor que nuestra actual enfermedad. Es comprensible, pero es un error. Lo es por dos razones.
La primera es circunstancial: incluso si se toman en cuenta los riesgos, las dificultades y las imperfecciones, la convocatoria a una asamblea constituyente parece ser la única opción de consenso para destrabar un impasse político que ya ha costado medio centenar de muertos y solo tiene visos de agudizarse en el futuro inmediato. Una asamblea constituyente es riesgosa, sí. Pero, ¿cuáles son las alternativas? ¿Seguir como estamos? ¿Que el actual Congreso, cuya legitimidad la ciudadanía niega, negocie por su cuenta las “reformas”? ¿Alimentar un ciclo prolongado de protesta y represión violenta, sin soluciones institucionales viables?
La segunda razón es más bien de principio, y, a decir verdad, sorprende que muchas personas que se consideran demócratas y liberales la desestimen fácilmente. Y es que los procedimientos y procesos de deliberación democrática no están nunca exentos de riesgo; al contrario, son riesgosos por naturaleza, y ese, el de asumir y administrar de una forma no violenta el riesgo siempre inherente a la vida política, es su valor fundamental. De lo que se trata en estos procedimientos y procesos es de confrontar puntos de vista, opiniones, visiones del mundo y estructuras de sentimiento por definición distintas y hasta opuestas, forzándolos a generar, a través del diálogo, el debate y la negociación, una estructura de coexistencia. Y dadas las circunstancias, la pregunta aquí termina siendo la misma: en el Perú, hoy, ¿cuál es la alternativa?
Por lo demás, cabe recordar que una encuesta como la del IEP ofrece solo una instantánea del momento, aún cuando sea posible distinguir en ella continuidades de largo plazo. Nada asegura que la respuesta que una ciudadana o un ciudadano da hoy a una pregunta determinada sea la misma que dará un año más tarde, tras un período de actividad política distinta. Nada tampoco requiere que los temas escogidos para la encuesta del IEP o para cualquier otra sean los temas del debate constitucional. La agenda de una asamblea constituyente debería surgir de sus propias dinámicas y no de un panel de expertos, académicos, autoridades o investigadores de la opinión.
En suma, que el consenso alcanzado por la idea de una asamblea constituyente, con todos sus riesgos —y, de hecho, precisamente por ellos— presenta una oportunidad que pocas veces ha tenido el Perú en tiempos recientes: la de abrir el proceso político en una dirección más democrática y generar la posibilidad de dialogar, debatir y confrontar un nuevo acuerdo social. No hay garantías ahí de ninguna clase, y por supuesto que ningún cambio constitucional solucionará los problemas estructurales de la vida peruana, pero aún así, en la dolorosa, compleja y profunda crisis presente, es difícil vislumbrar otra salida.