Brasilia 2023, un calco de Washington 2021
Profesor de la Universidade Federal de Goias
La invasión y destrucción de las sedes institucionales de los tres poderes del Estado brasileño, que residen en la capital Brasilia, es la reproducción de lo sucedido en Washington dos años atrás. Se trata de una estrategia común entre sectores de extrema derecha de diversas partes del mundo que buscan, por cualquier medio, deslegitimar la democracia, sus instituciones y desestabilizar gobiernos electos democráticamente.
Hacia el mediodía del domingo, cuando la capital aún no había retornado a la rutina tras las vacaciones, una turba de manifestantes bolsonaristas ingresó a las instalaciones públicas. Y al igual que lo sucedido en Washington, los violentos manifestantes de ultraderecha tuvieron tiempo suficiente para destruir los símbolos de la democracia brasileña, antes de ser desalojados por la policía.
La complacencia de las fuerzas policiales de la capital, frente al ensañamiento de una multitud vandalizando el patrimonio público, evidencia una cadena de decisiones displicentes que traducen, no solo la incompetencia del alto comando de la policía, sino también su connivencia. Esto linda con la prevaricación y complicidad, mientras que por el lado de los manifestantes, su encuadramiento queda claramente sujeto a la ley de antiterrorismo en Brasil.
Por otro lado, quizás el mayor peligro para la democracia y para el gobierno Lula, se encuentre en la relación de sometimiento de las fuerzas armadas a la figura de Jair Bolsonaro. Un fisiologismo inédito que dispendió privilegios y donde miles de cargos en la administración pública fueron entregados a los militares, inclusive algunos con sueldos estratosféricos.
Así, de los gestos de amenaza en círculos privados, como la de no prestar contención al jefe de Estado, se puede también creer que dentro de las fuerzas armadas se puedan esconder y activar elementos que podrían actuar deliberadamente y de forma paralela al estado de derecho. Esto con el objetivo de promover enfrentamientos no convencionales con la finalidad de buscar herir políticamente al gobierno de Lula.
A esta peligrosa articulación se suman las milicias paramilitares que vienen actuando hace una década en algunas ciudades del Brasil y que se han desarrollado incluso bajo el reconocimiento público de Jair Bolsonaro. Esta actitud del expresidente, ahora en Miami, permitió armar a sectores de extrema derecha bajo la fiscalización ineficiente de las fuerzas armadas y que bien podrían actuar en una escalada de violencia.
La responsabilidad política del expresidente Bolsonaro pasa por el no reconocimiento de su derrota en las elecciones del 30 de octubre. Desde entonces y hasta la toma de mando de Luis Inácio Lula da Silva, Bolsonaro literalmente entró en un estado catatónico. Sin capacidad de reacción ni de digerir la derrota- que no contemplaba-, en los dos únicos eventos públicos de los que participó lloró impotente ante la desbandada de sus antiguos aliados.
La ola de frustración de sus seguidores tras la derrota fue proporcional a la violencia que por medio de la intimidación y persecución -incluyen varios asesinatos por motivos políticos- desataron cotidianamente contra los simpatizantes y militantes de Lula da Silva, durante la campaña electoral. Los espacios públicos ocupados por bolsonaristas crearon un ambiente artificial de victoria, frente al silencio de un elector contrario que evitaba manifestarse públicamente para enfrentar cualquier represalia.
Tras la derrota e interpretando el silencio de Bolsonaro como una señal a actuar, millares de bolsonaristas ocuparon los frentes de los cuarteles militares en algunas ciudades del Brasil para exigir un golpe de Estado. Desde rezos bajo lluvias torrenciales a marchas en zigzag, los fanáticos, embriagados de un pseudo patriotismo y estimulados por el himno nacional, exigían derrocar al gobierno. Brasil fue testigo de las imágenes más surreales y absurdas de la historia de la república y quizás de América Latina.
Durante esas semanas y previo a que Lula asumiera la presidencia, en los campamentos bolsonaristas instalados frente a los cuarteles comenzaban a tejerse planes violentos como el impedimento de la toma de mando del presidente el 1 de enero. En ese marco, Bolsonaro abandonó el país dos días antes de la asunción, y al no entregar la faja presidencial avaló, en cierta medida, las estrategias de sus seguidores.
Ante el abandono de poder por parte de Bolsonaro, el Presidente del Tribunal Electoral y el ministro de la más alta Corte de Justicia (STF), Alexandre de Moraes, uno de los protagonistas en defender la transparencia de la contienda electoral, buscaron acusar criminalmente a los patrocinadores de la organización de actos que conspiraban contra la democracia. Algunos pocos bolsonaristas fueron apresados y otros multados. Sin embargo, no fue suficiente.
La asunción de mando de Lula da Silva, en un ambiente de normalidad con relevante simbolismo, dio la sensación de un ambiente político apaciguado y no se esperaba un episodio semejante al sucedido en el Capitolio en los Estados Unidos luego de la derrota de Trump. Por ello, la depredación y la tentativa de destrucción de las sedes de los tres poderes por bolsonaristas, han generado un shock para los brasileños y para gran parte de la comunidad internacional.
Frente a este escenario desolador, no alcanza con la intervención del gobierno federal en el ámbito de la seguridad pública de Brasilia o con apartar del poder al gobernador del Distrito Federal para afirmar la democracia. De hecho, este pueda ser apenas un episodio de un conjunto de eventos que pueden ocurrir más adelante. Por ello es necesario aplicar la ley y evitar la impunidad en la búsqueda por pacificar el país.