Breve historia del terruqueo
Escritor y periodista
Llamar terrorista a quienes se oponen al statu quo no es novedad. Quien crea que esto nació luego de la derrota de Sendero Luminoso en la década de 1990, debe leer la historia peruana del siglo XX.
El primero en rebelarse ante el statu quo fue Guillermo Billinghurst. Con su pan grande bajo el brazo, intentó hacer justicia con la clase obrera de los años 1910. Un golpe militar encabezado por el general Óscar Benavides acabó con esa breve aventura progresista. Nadie lo llamó terrorista. Por entonces no se usaba el término y además el derrocado presidente provenía del Partido Civil, el movimiento político de la oligarquía. Era de los suyos, nada más se portó mal.
Pasaron años para que no un hombre, sino un partido político, intentara hacer cambios de justicia social en el Perú. La aparición del Apra, primero como movimiento continental y luego como partido, al cabo de un proceso complejo en que las clases medias y obreras se articularon bajo banderas antioligárquicas y antiimperialistas, fue todo un acontecimiento en la política criolla que puso en jaque a los herederos del civilismo, a los que llamaremos la derecha. Perdió las elecciones de 1931, pero obtuvo la segunda fuerza del Congreso y se ganó por muchos años el tercio de la población peruana.
El partido de Haya de la Torre no solo apostó por la vía de las elecciones para alcanzar el poder. Lideró insurrecciones como la Revolución de Trujillo en 1932, aplastada con bombardeos y fusilamientos en Chan Chan. Se inició la “Gran Persecución”, con cárcel, destierro y muerte; y los primeros terruqueos no solo a apristas, sino a comunistas. La primavera democrática de 1945-1948 fue solo un paréntesis de ese episodio. Esta vez la derecha se impuso no con Benavides, sino con un golpe del general Manuel Odría. La gran persecución acabó con la capitulación del Apra, expresada en la “convivencia” de 1956 con el pradismo.
En la década de 1960 volvió el terruqueo. Emergentes movimientos guerrilleros como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), no solo fueron terruqueados, sino aplastados militarmente.
Casi veinte años después apareció Sendero Luminoso, que con violencia brutal quiso tomar el poder por las armas. La derecha y ahora el Apra, antiguo partido terruqueado, usaron lo que a partir de ese momento es una vieja confiable: la izquierda es el brazo armado de Sendero, por ende, es terrorista. La estrategia funcionó, pese a hechos evidentes que daban cuenta de lo contrario. El candidato presidencial de Izquierda Unida, Henry Pease, encabezó una marcha contra un paro armado de Sendero en 1989. La teniente alcaldesa de Villa El Salvador, María Elena Moyano, fue asesinada por los subversivos en 1992. Miles de militantes y autoridades izquierdistas corrieron la misma suerte de Moyano. Pero el estigma continuó.
El terruqueo se intensificó en la década de 1990. Alberto Fujimori lo utilizó para cerrar el Congreso y perseguir a sus opositores, a los que se acusaba de terroristas o de colaboracionistas ingenuos con el terrorismo. A partir de allí, quien protestaba era terruco. La derecha estaba complacida.
Fujimori cayó diez años después y Alejandro Toledo construyó el segundo piso del fujimorismo. Esa casa llamada Perú seguía siendo para unos pocos. La indignación se encarnó en un hombre, Ollanta Humala, quien prometió una gran transformación. En 2006 logro el tercio de los votos en la primera vuelta y asustó a la derecha, que no dudó en terruquearlo. En la segunda vuelta, la derecha recibió el abrazo del oso de su viejo adversario, Alan García, quien ahora era un converso del neoliberalismo. En su segundo gobierno, el líder aprista no dudó en terruquear en cualquier ocasión a los que protestaban, sean los maestros del Sutep o los indígenas de Bagua.
Cinco años después, la derecha no pudo con Humala, pese a que apoyaron con todo a Keiko Fujimori en la segunda vuelta. El terruqueo y otras descalificaciones estuvieron a la orden del día. Pero se logró domesticar al gobernante: primero con el apoyo de Mario Vargas Llosa y luego con la Hoja de Ruta. Como diría César Hildebrandt, otra vez venció el general Benavides, esta vez sin tanques y tropas.
En 2016 la izquierda reapareció con candidata propia: Verónika Mendoza. A pesar de su propuesta moderada, igual fue terruqueada. Pese a ello, su candidatura no solo creció, sino que terminó tercera. Su llamado a votar por Pedro Pablo Kuczynski fue decisivo en la segunda vuelta, para evitar (otra vez) el retorno del fujimorismo al poder. Por primera vez en décadas, la derecha lograba que su candidato gane las elecciones. Y la mayoría parlamentaria era fujimorista. Nada podía salir mal. Pero la impericia política de los ppkausas y la ambición desmedida del fujimorismo produjeron una inestabilidad que se expresó con cuatro presidentes en un quinquenio. Y la pandemia del coronavirus, ya se ha dicho, ha mostrado el fracaso del neoliberalismo impuesto desde Fujimori.
Por eso no debe sorprender que Pedro Castillo, maestro rural, rondero y sindicalista que se hizo conocido en la huelga magisterial del 2017, sea la nueva amenaza a la hegemonía derechista. Su primer lugar en la primera vuelta, pese a la fragmentación del voto, ha sido un baldazo de agua fría para el statu quo. No hubo tiempo de pararlo antes y ahora es terruqueado sin cansancio. La primera encuesta de Ipsos de segunda vuelta da cuenta de que Castillo parte con amplia ventaja ante una desgastada Keiko Fujimori. Por ahora, todo esfuerzo de la derecha por pararlo (o moderarlo) parece no tener éxito. ¿Podrán lograrlo como en los últimos cien años? El tiempo y los antecedentes complican la faena.