Opinión

Castillo, normal nomás

Por Jorge Frisancho

Escritor

Castillo, normal nomásAndina

Es temprano para hacer predicciones, pero aun así, el escenario es claro: en esta segunda vuelta, Pedro Castillo y Perú Libre llevan las de ganar. Y no es solo porque han entrado a este tramo con una ventaja amplia en las encuestas, sino también porque Keiko Fujimori navega a contracorriente de un antivoto tenaz y masivo, y tendrá grandes dificultades para ganar terreno. Y aunque seguramente las distancias se acortarán de aquí al seis de junio, las estrategias perfiladas en esta última semana hacen poco probable que la brecha se cierre del todo.

Los extremistas son ellos

Lo de Castillo venía cantado. Esta semana buscó normalizar su presencia en la escena nacional, saliendo al paso de los cuestionamientos más machacones que le hacen desde la derecha y los medios. Ha buscado construir una imagen razonable, dialogante, sin ceder a la tentación de concesiones innecesarias o prematuras que diluyan su identidad política, y lo está logrando.

En realidad, ha sido fácil: Pedro Castillo se puede normalizar en el ojo público porque es, en efecto, un personaje normal, perfectamente legible desde el llano, perfectamente comprensible para la mayoría ciudadana. Es la misma razón, o una de ellas, por la que su popularidad subió tan sostenidamente durante la campaña de primera vuelta. Maestro de escuela pública, político de rango local o regional, agricultor de pequeña parcela, sindicalista: las figuras que Castillo evoca y encarna se reconocen fácilmente, son tangibles, son verosímiles, y con frecuencia esa primera impresión cuenta mucho más que las afiliaciones ideológicas.

Más bien, y con toda la familiaridad que les otorga su peso mediático (o quizás precisamente por ella), los otros son los raros. Beto Ortiz, Mario Vargas Llosa y la persona que pone la portada de Perú21 se pueden desgañitar pintando a Castillo de todos los colores, pero basta que uno lo escuche decir tranquilamente que los que le quitan sus casas a la gente son los bancos, no él, para entender la dinámica que ha empezado a definir esta campaña: Castillo está en lo suyo, y no le falta razón en mucho de lo que dice; los Ortices, los Vargas Llosas y los Peruventiunos son los que gritan, los que se agitan y se desesperan, los que extreman la política para demoler a su adversario. Los extremistas son ellos.

La estrategia del fujimorismo también era previsible, tanto como debieron serlo sus hasta ahora escasos resultados. Los fujimoristas entienden que en esta carrera, su negocio es polarizar, pero mientras más insiste Keiko Fujimori en llamar a la ciudadanía a la alarma anticomunista, más desconectada aparece del ánimo mayoritario, más intransigente y más desencajada se le ve, y más fácil se vuelve recordar cuán distante es su vida de las vidas de tantos y tantas peruanas y peruanos. Esa estrategia juega a favor del contrincante: Castillo, normal nomás; quien está fuera de norma es Keiko.

Un antagonismo fundamental

Nada de lo anterior significa que la preferencia que los votantes peruanos están mostrando por Pedro Castillo sea, de alguna forma, post-ideológica. Este no es un mero juego de espejos y presencias. Al contrario, es evidente que la irrupción de esta candidatura en el escenario nacional ha sido posible precisamente porque plantea con claridad una confrontación en el terreno de la ideología y enuncia un antagonismo fundamental en vez de intentar disfrazarlo.

El éxito electoral de Pedro Castillo y Perú Libre revela el agotamiento de los aparentes consensos de la vida política peruana de las últimas décadas, y le da forma y representación a un bloque articulado sobre consensos distintos. Es a partir de estos consensos emergentes, opuestos a los hasta ahora hegemónicos, que Castillo y PL disputan una porción del poder político. Sin esa plataforma, no habrían llegado demasiado lejos; con ella, tienen la primera bancada del próximo Congreso y están bastante cerca de la presidencia.

Y es evidente también, por si hiciera falta recalcarlo, que estos consensos nuevos apuntan hacia la izquierda: nadie que haya votado por Pedro Castillo o piense hacerlo ignora lo que está en juego. El antagonismo fundamental al que me refiero, el que la candidatura de Castillo pone en primer plano de manera más nítida que otros eventos políticos recientes, es el antagonismo básico de la vida peruana, el que enfrenta a los beneficiarios del “modelo” con los que sufren sus consecuencias, y en esa medida su entrada en la política nacional tiene las características de un sinceramiento.

Y viene con contenido: su oferta electoral incluye banderas largamente enarboladas desde la izquierda peruana, como, entre otras varias cosas plenas de valencia política, el cambio de constitución o el control nacional de los recursos primarios. En esa medida, es mucho más que un mero gesto reactivo o una nihilista patada al tablero.

La hora de lo nuevo

Aun así, es claro también que el proyecto que Pedro Castillo representa no tiene todavía forma definida, ni la tiene realmente, más allá de esos lineamientos generales, el movimiento social que lo acompaña. Esta candidatura propone una colección de aquello que hasta hace algunos años estuvo de moda llamar “significantes vacíos”: usos discursivos capaces de darle expresión política al descontento popular y a las contradicciones que definen la vida social y económica, pero no —todavía no— un programa concreto de políticas de estado.

Esa también es una ventaja en campaña (aunque estará por verse si lo sigue siendo en caso de que lleguen al gobierno). Desde ese posicionamiento es posible disputar frontalmente la hegemonía de los grupos dominantes y forjar alianzas transversales de oposición al orden establecido, manteniendo al mismo tiempo la flexibilidad requerida para modular la apuesta según las circunstancias y los momentos. Esa flexibilidad ayuda a ganar elecciones, en especial contra candidatos indisolublemente vinculados con un modo de gobernar y de administrar que genera creciente y apasionado rechazo. Es gracias a ella que Castillo puede hablarles a la vez a distintas audiencias, tanto a los convencidos y expectantes como a los todavía indecisos, sin desdibujar los contornos de su mensaje de cambio.

La ruta no está exenta de peligros, por supuesto. El principal es que tarde o temprano en las semanas que vienen tal flexibilidad se convierta en indefinición, y que el vacío del significante termine siendo llenado por el enemigo. Sin embargo, hasta ahora eso no ha ocurrido, y no se siente próximo a hacerlo. Castillo no aparece como la figura extremista y polarizante que la derecha pretende dibujar, sino como su contrario. Mientras él se dedicaba a comunicar con efectividad, tranquilizando a quienes le temen con promesas verosímiles de respetar la institucionalidad y enfocarse en las necesidades inmediatas generadas por la pandemia y la crisis, sus oponentes empezaron la semana intentando definirlo como un riesgo para la democracia, solo para terminarla amenazando al país con un golpe de estado.

Mientras más se agiten ellos y más mantenga él la calma, más se asentará esta dinámica básica. Por primera vez en mucho tiempo en la política peruana, la derecha está perdiendo y parece saberlo. Pero la única arma en su arsenal —extremar la diatriba y el terruqueo, movilizar miedos de clase con creciente insistencia y mostrar los dientes en gesto amenazador mientras llaman a su rival extremista, peligroso y violento— ha perdido efectividad. Ya no mella como antes. Todo parece indicar que este ya no es su momento, sino el de algo nuevo que apenas está naciendo.