Opinión

Cuatro escritores de Isla Blanca (in memoriam)

Por Augusto Rubio Acosta

Escritor y gestor cultural

Cuatro escritores de Isla Blanca (in memoriam)

Brander Alayo, Marco Cueva, Jaime Guzmán y Antonio Salinas. Apuntes personales.

Siempre he pensado que los amigos son determinantes en nuestro desarrollo; sobre todo si son más viejos, si han experimentado y vivido más, si se dedican a escribir como uno. Hace más de veinte años, tras mi regreso al puerto de Chimbote luego de una intensa década de exilio voluntario, conocí a varios escritores de los cuales hoy me permito ocuparme; gente que me acercó a los libros y a la escena cultural de mi ciudad, espacio que -por entonces- en verdad desconocía, autores que influyeron en mi quehacer y en el de los demás, seres de alta sensibilidad con quienes nos acompañamos y compartimos la alegría de escribir y de pensar, de estar de pie sobre el mundo.

Un obrero de la literatura

Recuerdo a Brander Alayo presa de la desazón y el desconcierto en el consultorio pedriátrico de Marco Cueva, a fines de los noventa. Las observaciones y tachas a los cuentos que escribía y ponía en nuestras manos, le quitaban a veces el estupendo sentido del humor que lo caracterizaba. Lo recuerdo también vigilando, bajo un sol abrasador, el mural que pintamos un domingo en las paredes exteriores del Colegio Argentino; marchando junto a los maestros en huelga, sentado en la computadora de la imprenta donde se imprimía Alborada, llamando la puerta de casa para alcanzarme sus nuevas publicaciones.

Recordar a Brander hace inevitable pensar en las niñas y niños de su escuela, a quienes alguna vez nos llevó a conocer mientras sembraban plantas en los jardines interiores de su colegio primario. Pienso en él y recuerdo los ojos fascinados y cálidos de los niños, pequeños que querían mucho a su maestro y -sin saberlo- lo acompañaban en su soledad. Alguna vez hablé con Brander de la soledad del escritor, aquella que muchas veces nos apartaba del camino y del mundo: “Tienes que socializar lo que escribes, Rubio; fotocopia y comparte, háblale a tu gente o léeles, cuéntales lo que has escrito…”

A pesar de haber habitado el puerto desde su primer año de vida, Brander se consideraba santiaguino y fue un fervoroso seguidor y difusor de la obra de César Vallejo. Autor de libros de poesía, cuento y ensayo, fue su serie escolar y recopilatoria de narrativa infantil “Poecuento” lo que quizá mejor lo definía: un maestro comprometido con el trabajo de cambiar mentalidades, de abrir nuevos caminos en la tarea pedagógica. Recuerdo que la noche que se velaron sus restos en su casa de El Carmen, había tanta gente que se tuvo que cerrar la calle y ocupar las veredas para instalar toldos y sillas. Su partida, tras el penoso incidente a bordo de un colectivo, afectó a quienes lo conocían, a quienes lo habían escuchado en manifestaciones públicas y a quienes lo habían leído. Cuando Brander murió estaba terminando de escribir mi primera novela; fue entonces que -de manera no prevista- decidí añadir, de alguna forma, el recuerdo de lo que significaba su desaparición. En la página 113 de “Fraga” se puede leer: “Lo recordaré de tres formas: con un libro en la mano, porque fue un gran lector e hizo mucho a favor del fomento de la lectura; delante de un pizarrón, porque fue un profesor comprometido e innovador; con el puño en alto, porque fue sindicalista y un ciudadano que defendió sus derechos y exigió en las calles lo que se nos debe”.

03-02-21 Brander Alayo

Pez de mar nació, sólo le dieron un río

Marco Cueva atendía a bebés y a niños pequeños en su consultorio de la calle Espinar, cada tarde a partir de las seis. El lugar era frecuentado por los de Isla Blanca que se reunían al finalizar cada semana, pero algunos íbamos casi a diario. En el intersticio de los controles del niño sano y los exámenes físicos de las consultas médicas, Marco hablaba de la edición de la próxima Marea. Eran los últimos días del siglo XX y a veces, cuando los niños lloraban ardiendo en fiebres o infecciones, desarrollábamos la reunión en la sala de espera hasta que él llegaba a sumarse.

Conocí a Marco Cueva por ese tiempo; nos presentó Jaime Guzmán, dijo que teníamos mucho de qué hablar. Así, tras largas conversaciones y en la edición de las revistas que editábamos, accedí a su amistad y confianza, a sus libros. “Para llegar a ser hombre se necesita primero confundirse, sumirse en las tinieblas; sólo después de eso se encuentra la madurez suficiente para vivir”; la cita está consignada a manera de epígrafe en “Sobre el arenal”, quizá el libro por el que más se le recuerda. Los poemas, relatos y ensayos de Marco Cueva ahondaron y develaron siempre la tragedia social que vive el ser humano, así como la diaria batalla que libra el personal de salud para salvar vidas e intentar paliar la coyuntura. Fue un hombre dedicado a investigar, un ser fraterno con sus estudiantes y amigos, solidario con las causas justas, con los menos favorecidos. Hubo un tiempo en que, con Marco, caminamos juntos muy seguido. Recuerdo en particular una mañana de hace veinte años, víspera de Navidad; nos habíamos adentrado en las invasiones del sur de la ciudad a bordo de su viejo auto, buscando en vano una dirección donde entregar costales con alimentos, panetones, chocolate, leche y juguetes. Al mediodía, bajo el sol abrasador y cansados de deambular, decidimos convocar a los niños y niñas del lugar alrededor de una de las tomas de agua. Cientos de niños del asentamiento humano aparecieron poco a poco, algunos con sus madres. Como iban a faltar presentes, Marco decidió dirigirse al mercado del sur para comprar más cosas, mientras las madres de la zona preparaban la chocolatada y la entrega de panetones. Una vez finalizado el reparto, cuando ya nos íbamos, aparecieron nuevos grupos de niños que llegaron caminando de las barriadas vecinas. Fue ahí cuando Marco, preso de la impotencia y al volante de su auto, dejó caer varias lágrimas; sobrevino -entonces- un silencio de algunos minutos que nos parecieron eternos. Después bajó y habló con los niños, con el dirigente que los había llevado; al día siguiente había que volver para una nueva jornada solidaria.

Si menciono esto es porque existe un vínculo indisoluble entre la realidad social que le tocó vivir al autor y los libros que escribió. Por eso cuando voy al mar de Pacasmayo, su ciudad natal, me ha sido inevitable recordarlo; por eso cuando veo un niño enfermo pienso que podría llamarlo para solucionar el problema; a veces hasta he recurrido a su hija Tania (que también es pediatra) para alguna consulta, porque sé que Marco está presente en sus hijos, vive en su familia, en todos aquellos que lo conocimos.

03-02-21 Marco Cueva

Chimbotano hasta las lágrimas

Como el imprevisible fogonazo con que aparecía o interrumpía en las tertulias de la ciudad, la vida de Jaime Guzmán se apagó hace algunos años dejando un vacío imposible de llenar. Su legado editorial, así como los libros que escribió y publicó, se repartieron masivamente entre una multitud mientras era sepultado en el cementerio del sur; una escena surrealista y desgarradora, digna y acorde -sin embargo- con su forma vivir. La partida de Jaime resultó injusta para propios y extraños, abrió un enorme socavón en el corazón de una ciudad renuente al libro y a la lectura, espacio que no ha sido llenado hasta ahora. Y es que hay escritores y gestores de cultura que nunca desaparecen; fallecen para dejar constancia de que están aquí, de que continúan escribiendo y es necesario regresar a sus libros, sembrando de esa forma la certeza de su permanencia entre nosotros.

Poeta y editor de raza, Jaime Guzmán se dedicó a publicar libros y revistas de cultura a mediados de la década del ochenta. Tocó puertas y encontró portazos; no se amilanó -sin embargo- y perseveró en su pasión de publicar a los autores del puerto y hacerlos conocidos en las escuelas. No he conocido a alguien que ame tanto el lugar donde nació como Jaime; por eso Óscar Colchado le dedicó su novela “Hombres de mar” con el siguiente epígrafe: “Para Jaime Guzmán, chimbotano hasta las lágrimas”.

Lo conocí en la presentación de un libro en el Club Social, a fines de los noventa; nos presentó la poeta Maribel Alonso y desde entonces nuestra amistad se afianzó al calor de viajes y tertulias, en la edición de libros y revistas, en la misma y desenfadada forma de afrontar el mundo con un libro bajo el brazo, seguros de que en ello radicaba nuestra única y utópica victoria contra la destrucción. A veces, la tarde nos sorprendía en las plazas públicas del callejón de Huaylas, bajo precarios toldos donde habíamos instalado ferias populares del libro que no resistían a la lluvia. De vez en cuando, la Policía nos pedía papeles en la carretera porque en la vieja camioneta donde viajábamos, los uniformados creían que en vez de cajas con libros transportábamos droga. En ocasiones, presentábamos libros en impecables auditorios universitarios, de centros culturales o en ferias internacionales del libro, pero también en espacios subterráneos, en burdeles y hasta en la misma calle cuando las circunstancias lo ameritaron.

Los libros que Jaime dejó básicamente son de poesía; generar el encuentro del lector con el libro, con el asombro y la experiencia estética, constituyó su diario quehacer. Todo ello sazonado, por supuesto, por un humor a prueba de balas; por un desenfado que fue su principal característica. En la biblioteca de casa guardo los libros que Jaime me obsequió y autografió de puño y letra; guardo también la carta abierta que escribí y publiqué apenas partió al infinito. El ardiente oficio al que se dedicó Jaime merece ser reivindicado y leído por las nuevas generaciones.

03-02-21 Guzman

Los ataúdes de Salinas

Conocí a Antonio Salinas (conocerlo es palabra mayor, escasamente accedí a sus libros) en la Biblioteca de Chimbote. Del inicial estremecimiento y conmoción que me generó la lectura de “El bagre partido”, su principal libro de cuentos, llegó a mi mente el recuerdo de sus crónicas que había leído años anteriores en la revista Altamar; se exacerbó así la idea de conocerlo en persona. Para entonces, desconocía que Salinas había muerto algunos años antes; corrían los últimos días del siglo y había accedido tardíamente a un escritor de culto, a un trotamundos que se convirtió en referente del quehacer narrativo de la ciudad. El uso de estrategias para contar, la rotura de tiempos y la presencia de varias voces en las historias de sus libros, evidenciaba que se trataba de un autor heredero del boom latinoamericano, de un hábil enhebrador de historias. Desde el principio me sorprendió el comentario de Cortázar en la contratapa de su libro; después, cuando leí “Embarcarse en la nostalgia”, la reunión póstuma de sus crónicas que editó Ricardo Ayllón, pude conocer la ciudad donde nací: la que ya no existía, los personajes que hoy sólo deambulan en la memoria de los viejos.

En “El bagre partido” los personajes son seres abrumados que sobreviven en los márgenes y en las hondonadas de la realidad que les toca vivir; sumergidos en la vorágine de una violencia estructural, experimentan la vida, el dolor, la migración y la muerte de manera simultánea. Afloran también sus sentimientos y dentruras. “Yo no sé por qué mierda nos vinimos a este puerto. Los cachacos acaban de tirarse a más de siete en el puente, acabo de verlos desde ahí, desde el nicho más alto del cementerio”. La cita corresponde a “Los ataúdes de mi padre”, el inolvidable cuento de Salinas que relata -desde la voz de un niño- la masacre del puente Gálvez, en el marco de las revueltas populares contra el gobierno y las fuerzas armadas (junio de 1960) por el alza del costo de vida.

A Salinas hay que reeditarlo, estudiarlo y reelerlo. La capacidad transformadora de provocar en los lectores emociones y respuestas nunca vividas, no es sencillo de conseguir; por eso la literatura es tan temida por los regímenes opresores: porque los escritores somos seres heridos (Paul Auster), por eso creamos otra realidad.

03-02-21 salinas