Desalojos, reubicaciones y memoria
Escritora
El comercio callejero en Lima suele ser representado como “el problema de los ambulantes” o de la “informalidad” y si se trata de concentraciones más intensas, con tono de hastío se habla de “caos”. Esos términos han logrado casi una equivalencia entre sí y suelen oponerse a otros como “orden”, “limpieza”, “ornato”. Nuestra conciencia del espacio público fluctúa entre lo deseado y lo indeseado, donde lo indeseado debe ser, en cualquier caso, corregido, en el sentido en que se habla de corregir un fallo en el reino del Mercado.
Muchas veces estas actividades comerciales se dan en proximidad y complementariedad conflictiva con los intercambios que sí ocurren “como debe ser”, en espacios delimitados, típicamente mercados, edificios o hangares llamados galerías comerciales, o dentro del perímetro de un mall. Gamarra, Mesa Redonda, Ceres, La Parada o el Real Plaza de Lima Norte… en Lima estos lugares y otros similares son escenario de convivencia entre lo permitido/tolerado y lo llamado formal/informal, y donde la capacidad regulatoria del poder municipal -bajo presión o al servicio de otros poderes, corporativos o mafiosos- decide cuán flexible es el límite adentro/afuera.
En nuestra ciudad, dispar y de tan fragmentada administración, en cuanto al dominio del espacio público, se continúan en el territorio y el tiempo ciclos de laissez faire y ciclos de orden, aún cuando el signo ideológico de los alcaldes- administradores sea muy diverso. Durante los ciclos de orden hay dos maneras de gestionar los problemas derivados de una ocupación no regulada del espacio público: el traslado y el desalojo. El traslado presupone -al menos en las formas- un tiempo de negociación y la valoración respecto a si en el lugar de destino existen las condiciones para la recreación de la misma actividad. En la cartografía de los negocios, los intercambios de mayor rendimiento están estrechamente relacionados al famoso ‘location’. El lugar del intercambio es la posibilidad misma del intercambio y la acumulación.
Forzando la comparación, y aunque reconozco que no es un símil feliz, quiero hablar ahora de la memoria, de los altares o memoriales de estos días, dedicados a honrar a Inti Sotelo y Bryan Pintado, dos jóvenes víctimas de la ilegal represión policial durante la segunda semana de noviembre. Para comparar comercio en la vía pública y memoriales apelo a su común calidad de intercambio en el espacio urbano y claro, su aparición y presencia no regulada, pero tolerada por la autoridad. También hago notar el desafío simbólico, estético, ideológico, que ambas escenas suponen para quienes tienen como categoría mandatoria de lo urbano el orden, entendido como limpieza y ornato, como escenografía, antes que como coordinación o equidad en los usos e intercambios.
Frente a la aparición disruptiva de la memoria manifiesta en espontáneos altares o memoriales reconocemos cómo el poder municipal limeño responde, en este ciclo de orden de corte represivo, con los mecanismos que conoce de antiguo y que se activan como un resorte ante la “invasión”: el desalojo forzado y el traslado negociado seguido de reubicación.
El primer caso es el del memorial al pie del Edificio Javier Alzamora Valdez, entre Abancay y Colmena, intersección en la que suelen apostarse las líneas policiales ante cualquier movilización en el Centro de Lima en los últimos años. Allí ocurrieron las más brutales cargas policiales los días jueves 12 y sábado 14 de noviembre, allí fueron heridos de muerte Inti y Bryan. Allí se ubica, naturalmente, el lugar al que peregrinan quienes experimentan estas muertes como una afrenta total. Carteles, velas, fotografías, impresos diversos, pañuelos, trapos, banderas, banderolas, portarretratos y hasta retablitos, cosas cuyo material en sí mismo quizá no pesa ni cuesta mucho, pero que juntas se tornan imponentes, algo caóticas, bastante poderosas.
Ante este memorial, el desalojo violento. Esa fue la noticia con la que amanecimos ayer (25/11/20). Gran indignación. Justificada. El poder municipal -el señor Muñoz- permite en su jurisdicción la circulación de una pandilla en horario de toque de queda, no interviene ante el retiro y destrucción ostensiblemente violento de los materiales, un alarde que bajo la luz diurna de la civilidad se calificaría de disturbio y que el sereno más novato podría identificar como un hecho digno de alarma. Me replicarán que el alcalde nada tuvo que ver y que está probado que se trata de unos facciosos fujimoristas. De acuerdo. Responderé que así funcionan todos los desalojos de alcance municipal: el músculo proviene de alguna fuerza irregular, llámese matones, enajenados barriales, muchachos ‘de apoyo’ o policías ‘de franco’. La autoridad pública no interviene. Porque cuando interviene, cuando se puede reconstruir la cadena de mando, independientemente del empleo de violencia, se llama “traslado”.
Ese es el caso del memorial surgido en la explanada de ingreso al Parque de Miraflores. El alcalde del distrito, Luis Molina, ha anunciado que será “trasladado al Lugar de la Memoria” y que ello ha sido acordado “con los familiares de las víctimas, el director del LUM, Manuel Burga; y los activistas Emilio Noguerol y Fidel Raymundo”. Aplausos. El señor Noguerol, de una organización denominada International Action Group, explica a la prensa, con tono de administrador, que existía un plan de traslado del memorial que se ha adelantado debido a los sucesos de avenida Abancay e indica que ya en la explanada del LUM el memorial se podrá visitar desde el 10 de diciembre. El anuncio del alcalde, el acuerdo que le respalda y la presencia de personal del LUM recogiendo y embalando los objetos -ahora llamados piezas-, todo ello con un aire procedimental, indicaría que se está dando ‘al memorial’ el tratamiento y lugar merecidos, un reconocimiento institucional y -dado el ataque en el centro de Lima- seguridad y garantía de preservación. Y es justo que las familias y las personas comprometidas con mantener el espacio así lo experimenten. Ello, sin embargo, no deja sin efecto la pulsión de orden municipal y su operativo: el traslado negociado. Y se anuncia el mismo día de la destrucción alevosa de su par del centro de Lima ¿Qué se trasladará? Lo mismo que se destruyó en Avenida Abancay: cosas que las personas dejaron en un lugar.
De los materiales que la gente lleva allí, una parte será coleccionable o desechable (letreros, pinturas) y otra, de menor duración, es por función y en esencia, renovable: velas, flores. Pero el memorial no son esas cosas, sino ese "allí" público de encuentro e intercambio, es ese lugar y no otro al que se reconoce “algo” aunque ese algo sea solo su centralidad en la circulación de los cuerpos y las mercancías (¿qué otra cosa es una ciudad?). Por eso no importa si al final del día se desechan las flores o se acaban las velas, mañana alguien traerá otras. Y un día cesará la reposición. ¿Cuándo? Para algunos, puede ser el tiempo del luto, que no tiene un plazo definido. Como el luto que en un momento cesa, el altar podía declinar, extinguirse, o ser “reubicado”. Para otros, es un tiempo de conflicto, de rechazo a la impunidad expresado justamente como resistencia a la extinción del memorial. Es más difícil “reubicar” la protesta.
Del Parque de Miraflores el LUM se llevará cada objeto con extremo cuidado, para su “posterior montaje” (obviemos imaginar la reacción ante un eventual letrero del tipo “policías asesinos” exhibido en diciembre en el LUM). Quizá al cierre de la exposición fotográfica "La Generación Bicentenario en Marcha" algún funcionario ordene la creación de una nueva categoría de archivo y los letreros pasen a custodia del Estado. Para entonces, quién sabe, se habrá generado un nuevo peregrinaje, menos disruptivo, hacia la avenida del Ejército. Nada de eso quitará el resultado municipal en el punto de origen: el terreno invadido ha sido despejado.
Sí, las maneras son extremadamente opuestas, pero en ambas está en juego una política del espacio urbano y su uso. También una política de la memoria. Lo que se busca es lo mismo y tiene en el lenguaje administrativo municipal una palabrita mágica: erradicación. En estos casos, la expulsión de cualquier rito civil no tutelado, rito que en Miraflores se mueve en el registro de la conmoción, mientras que en Abancay está más cerca del ánimo de protesta y confrontación con la policía, con el alcalde de Lima y con el fujimorismo. El punto en común es que lo indeseado ha sido removido y se quisiera que no se regenere. En Abancay con Colmena, por simple temperamento, ya ocurrió el rebrote, como respuesta. En Miraflores, el primer argumento ante un amago de altar será que ya existe para esto de la memoria un espacio más adecuado, más pertinente, más seguro. Así será el reparto: el LUM cumplirá su misión de dar rango a nuestro luto y su vecina, la Municipalidad de Miraflores, retomará el control de su espacio público bajo la primacía del ornato.