El mejor legado para el Bicentenario
La crisis sanitaria ha desnudado nuevamente nuestras flaquezas como país. La crisis económica que con ella se produjo, ha aumentado el desempleo, la informalidad y la delincuencia. Como si esto fuera poco, nos esperaba una nueva crisis política entre el Gobierno Nacional y el Congreso, reiteradamente motivada por intereses personales y partidarios y empresariales.
Qué más hubiéramos querido recibir el Bicentenario de la Independencia del Perú con un correcto desarrollo de las elecciones generales y una transferencia de poder que signifique la continuidad de las políticas públicas. Sin embargo, en vísperas de este gran acontecimiento tenemos un país fuertemente golpeado y malherido. Un país que vio con esperanza el futuro luego de destruir los cimientos del gobierno autoritario de Alberto Fujimori a inicios de este siglo, de las investigaciones a expresidentes y a altos funcionarios, de la cierta fortaleza de las instituciones públicas, del cambio de gobierno de manera ininterrumpida por casi dos décadas. La conmemoración del Bicentenario era auspiciosa.
Sin embargo, nos encontramos en una coyuntura de zozobra, el futuro incierto con respecto a la estabilidad política nos ha llevado nuevamente a desconfiar de las instituciones del Estado y de la clase política. El último garrotazo vino de parte del Tribunal Constitucional que abdicó de su labor de interpretar la Constitución, a pesar de la crisis política, las marchas masivas y los muertos y heridos; pudiendo de una vez por todas evitar que se repitan escenarios oscuros como estos. ¿Quién imaginaría que 20 años después del gobierno transitorio de Valentín Paniagua nuevamente tendríamos una interrupción de la democracia, en medio de una crisis sanitaria y económica?
El esfuerzo de los partidos políticos para consolidarse, tener cuadros técnicos y dirigencias propositivas no funcionó. A pesar que hubo organizaciones de la sociedad civil que trataron de reflexionar y aportar en la implementación de políticas públicas, sus documentos de trabajo se quedaron en lo teórico. Las reformas políticas avanzaron en la medida de la voluntad de las autoridades, por ejemplo, el proceso de descentralización se quedó a medias después de establecerse los gobiernos regionales, que no hicieron esfuerzos para formar las macrorregiones.
Si bien hemos visto cómo las instituciones públicas se han modernizado y profesionalizado sus procesos, tratando de encontrar una real autonomía —es decir, desvincularse del peso político de las designaciones y cargos— como es el caso de la Defensoría del Pueblo, Procuraduría Pública, Fiscalía de la Nación, y los entes del sistema electoral. El mejor legado en las puertas del bicentenario es la consciencia y práctica política de la ciudadanía, aquella que la socióloga Noelia Chávez denomina “la Generación del Bicentenario”.
Esta generación no la misma que aquella del Centenario que luchó contra el dictador Augusto B. Leguía. La generación del Bicentenario no tiene personalidades ni rostros visibles; forma una sola fuerza que está enterada del quehacer político, a través de las redes sociales, y está a la expectativa para alzar su voz de protesta ante un manifiesto abuso de poder, como fue el caso de la “repartija”, los juicios contra algunos políticos y la vacancia inconstitucional contra Martín Vizcarra. La generación del Bicentenario viene demostrando a los políticos que están siendo vigilados, que sus representados tienen una postura distinta a la de ellos que actúan abusiva e irracionalmente desde el parlamento y otros espacios públicos. Esta generación no solo se encuentra en Lima, está en el sur, norte y centro del Perú; sale a marchar a través de una convocatoria espontánea, su perfil mayoritario: jóvenes entre los 18 a 24 años, mujeres, de clase media. Entonces, el mejor legado para el Bicentenario no son los partidos políticos ni las instituciones públicas ni mucho menos la clase política; es la misma ciudadanía, es la generación del Bicentenario.