El Perú de todas las “C´s”
Historiadora
¿Alguna vez se ha puesto a pensar que hay un modo particular de ser peruano? Y que para ser considerado plenamente peruano y simbólicamente tener espacios de representación dentro de la nación se debe cumplir con algunos requisitos. No es que no haya posibilidad para quien no los cumpla, pero la vida socio-política se facilita para quien encarna estos requisitos y se le complica a quienes se les dificulta hacerlo, o simplemente tienen otro mundo de tradiciones y costumbres detrás.
Para ser peruanos y tener pleno espacio como tal, debemos ser costeños, citadinos, mejor capitalinos, castellano hablantes, católicos o por lo menos cristianos, capitalistas que no necesariamente liberales, criollos de cajón y guitarra y hasta comer ceviche.
Estos elementos tienen mucho que ver con los numerosos y diferentes procesos históricos de la república peruana. Rescatemos uno, la consolidación de la nación hacia 1900 y la expansión del Estado nacional a través de una burocracia hacia la década de 1930. Aunque no plenamente efectiva, implicó mejoras en las condiciones de vida y que se generara un consenso social de querer participar de esas visibles mejoras que solo se sentían en los mundos urbanos, lo que desde las provincias, propició una suerte de himno de prosperidad social: “me voy para la capital”.
El período está marcado con un nombre, “República Aristocrática”, que aunque histórica y políticamente tuvo un inicio, 1895, y un final, 1919, desde lo simbólico marcó a los peruanos en un rango temporal más amplio. Simplemente porque en esta época se construyó “la historia” del Perú; fue el momento en que se estableció un discurso histórico oficial que abarca a todo el territorio que conocemos como Perú, único y exclusivo a todos aquellos que viven en la nación peruana. Un discurso cuya función homogenizadora fue exitosa, todos pensamos que somos iguales y no solo ante la ley. Otra cosa es la realidad.
Desde Lima, los historiadores de época fundamentaron históricamente al estado-nación peruano y sin quererlo, vincularon el centralismo político nacional con la realización del Estado. Así, tácitamente se estableció que Lima y su realidad es la del Perú, sin dudas ni murmuraciones. Y como en Lima se encuentran todos los poderes, los del Estado pero también los de la Iglesia, si se buscaba algún tipo de presencia y reconocimiento social lo mejor era ser costeño como un limeño; citadino y capitalino como un limeño; creyente del Señor de Los Milagros como un verdadero limeño y por supuesto, divertido y jaranero como un criollazo limeño que, por cierto, a las 11 am tenía que comer su ceviche para cerrar el corte.
Mazamorras en el pasado, turrón de Doña Pepa en adelante, un éxito total en la construcción identitaria limeña-nacional. La nación existía y tenía hasta un discurso que la legitimaba ante el conjunto de peruanos; por época, tenía que ser así: todos tenían derechos y todos eramos peruanos. Y Lima era la muestra de cómo se construía el Perú porque allí se encontraban todos los que llegaban a la capital.
La seguridad estaba en las fechas y los nombres de los hijos más prominentes que todos repetimos y que, oh sorpresa!, no eran solo limeños: todo pueblo y localidad resalta a los hijos que participaron de la historia patria. Pero la patria no necesariamente consideraba a esos hijos y justamente para la década de 1960-1970 cuando en Occidente se luchaba por la justicia social, aquí se impone un gobierno militar que quiere forzarla, imponiendo la diversidad y sobre todo su aceptación. El quechua pasó a ser la lengua oficial del Perú, se promovieron los takis y las fiestas religiosas locales y regionales, y se rechazó tácitamente lo blanco por criollo y citadino. Una época que en Lima, los grupos musicaes recorrían los cafés, tocando antaras, quenas y tambores, marcando la andinidad del Perú.
Pero los procesos sociales no pueden ser forzados sino que emanan de la sociedad y muchos de estos esfuerzos se diluyeron. Pero algo caló en el discurso y la narración histórica nacional se volvió dual. Se reforzaron las “C´s” del peruano limeño-occidental, y se abrió la existencia al “andino”, quechuahablante, campesino, del Perú profundo que provenía del sur, resaltando particularmente la centralidad del Cusco y su área de influencia. La historia solidificó la visión pues lo verdaderamente andino es cusqueño o por lo menos, del surandino; fuera quedó la posibilidad de que lo andino sea tan diverso como lo occidental y se exprese de otros modos y lugares.
Pero la historia mundial marco comenzó a marcar un contrapeso. Hacia el 2000 y mientras se construye lo global y las relaciones de todo tipo que ello implica, los adelantos tecnológicos permitieron un acercamiento a la diversidad de hechos mundiales, generando un conocimiento en tiempo real, excesivo e imposible de procesar que impacta sobre todo en los más jóvenes. En paralelo, el Perú diluye la historia como sustento identitario y se convierte en una historia ajena, la de la “western civilization”.
De aquí, la necesidad imperiosa de la historia. Las regiones emergen pero sus historias muchas veces repiten el discurso nacional con fechas y nombres donde todavía se intenta resaltar la presencia de sus hijos en la nación. La nación recupera este discurso y resurgen las C´s de los limeños-peruanos en paralelo a la visión alterna, académica, supuestamente andina, biologicista y exclusivista del sur.
Las historias regionales matizan, vivificando, el discurso nacional que, a su vez, debe enfrentar la construcción de discursos históricos supranacionales y de región global. Un discurso que sea inclusivo y no exclusivo, que acepte la multiplicidad de su gente y sus regiones y que la homogeneidad de paso a la diversidad que no la diferencia. Un discurso en que las “C´s” se conviertan en muchas más letras y que reflejen la innata complejidad del peruano.