El Perú no está en guerra
Director del Observatorio Regional de 50+1
Las masivas protestas contra el gobierno ocurridas hace unos meses han dejado una huella profunda en el país, y son el espejo frente al cual, Dina Boluarte observa su presente y también verá reflejado su futuro (y el de los funcionarios que la acompañan), más allá de su permanencia temporal en Palacio de Gobierno. En efecto, Boluarte y su colaborador/aliado más cercano, Alberto Otárola, decidieron (solo ellos saben si por acción u omisión) entrar a la historia llevando sobre sus hombros los más graves crímenes de violaciones de los derechos humanos desde el final del fujimorismo.
Las tragedias de Andahuaylas, Ayacucho, Juliaca, Cusco, Virú, Pichanaqui, Arequipa, Carabaya, Ilave, Aymaraes y Lima fueron consecuencia directa de la decisión gubernamental de enfrentar las protestas – violentas algunas, pero pacíficas la mayoría, como lo señala la Defensoría del Pueblo – con una lógica beligerante y contraria a los principios de derechos humanos. Solo así se explican las decenas de muertes de personas alcanzadas por proyectiles de la policía y el ejército, las centenas de heridos y detenciones, el despliegue de miles de efectivos policiales y militares, el sobrevuelo de helicópteros militares en las ciudades del sur, las miles de bombas lacrimógenas lanzadas en las calles desde tierra y aire. Por cierto, mencionar estos hechos no significa ignorar los actos vandálicos cometidos por grupos de manifestantes que también afectaron la integridad de las personas y la propiedad pública o privada.
Si la intención del gobierno era “pacificar” el país y recuperar el orden interno, el resultado dista mucho de haber sido alcanzado, no solo por el reinicio de las protestas anunciado para el 19 de julio, sino por el rechazo mayoritario de la población que se expresa en los cotidianos incidentes de autoridades expulsadas y agredidas por la ciudadanía. Además, el gobierno de Dina Boluarte presenta los más bajos índices de aprobación de los últimos gobiernos con un rechazo superior al 90% en el sur del país; y con estas cifras no cuenta con ningún margen para implementar una gestión pública que vaya más allá del mediocre piloto automático al que ya estamos acostumbrados.
Y por si esto fuera poco, el deshonroso papel de un Congreso de la República concentrado en satisfacer los intereses de sus integrantes y completamente alejado de las preocupaciones de la población, exacerba la indignación de la amplia mayoría de peruanos y peruanas, convirtiendo a este poder del Estado en el principal factor de erosión de la institucionalidad. Además, todo indica que la próxima elección de la nueva mesa directiva – donde ganará el que más prebendas ofrezca – solo nos llevará a otro peldaño abajo.
Aunque este escenario ya es desesperanzador, como bien sabemos, las cosas en el Perú siempre pueden estar peor. Por esta razón, el riesgo mayor para nuestra cada vez más maltrecha convivencia es que las protestas de julio se conviertan en una nueva tragedia nacional. Reiterar la estrategia del gobierno de descalificar e impedir por medios desproporcionados y arbitrarios el derecho a la protesta pacífica, entregar la vocería a oficiales policiales que no distinguen las demandas políticas legítimas de los discursos violentistas, y sobre todo desplegar a las fuerzas de seguridad pública bajo una lógica de confrontación contra “los enemigos” y “los terroristas”, es el camino seguro hacia un nuevo episodio de luto con el consiguiente incremento de las protestas y el mayor rechazo al gobierno y, por ende, a los grupos que lo sostienen.
El Perú, hay que recordarlo una y otra vez, no está en guerra consigo mismo y por tanto no requiere ser pacificado como sostienen los voceros del gobierno. Lo que el país necesita es una clase política consciente de la grave situación en la que nos encontramos y ajena a la lógica de polarización que se ha impuesto en varios sectores. Y a pesar de que no hay una solución sencilla, el primer paso es reconocer sin ambages el derecho ciudadano a la protesta por medios pacíficos. Ello no significa dejar de lado a los actores violentos, contra quienes debe actuarse con la ley en la mano: identificarlos y solicitar la apertura de procesos penales con todas las garantías. Seguir la ruta de siempre solo traerá más violencia y peruanos y peruanas que no volverán a casa.