Elogio de la indignación
Sociólogo. aestrella@quiber.com
Quemar iglesias no forma parte ni del deseo ni de la ética de la revuelta de octubre. Ni de su esperanza ni de su desesperanza. Acaso de su desesperación. La revuelta sigue su dinámica. La plaza se llenó de nuevo. Y, como siempre, la energía utópica se mezcló con la nihilista, de oscuro origen. ¿Qué hacer con esas energías? El sociólogo Manuel Canales, en una entrevista para el diario La Tercera (cuyo titular decía: “Para encauzar el estallido hay que interpretar su esperanza, no sólo su rabia”), expresó sus opiniones acerca de los acontecimientos de octubre y su relación con las frustraciones de una generación de jóvenes criados (para algunos, malcriados) y educados dentro de las promesas del neoliberalismo nacional. Nos centraremos en el concepto “encauzar” y en la tríada “esperanza/rabia/indignación”.
Encauzar
La revuelta chilena forma parte de una serie de nuevas revueltas que aparecieron en el mundo desde principios de esta década, contra las aberraciones del capitalismo neoliberal, desbocado, globalizado y total. Occupy Wall Street, 15-M en Madrid, la “primaveras árabes” de 2011, Hong Kong, etc., son algunas de las más conocidas. Tener esto presente, para situar los acontecimientos de octubre, evita particularismos analíticos e interpretativos. El neoliberalismo chileno es, a la vez, muy criollo y muy universal. Las subjetividades también.
Las revueltas tienen, en general, un destino trágico. El agotamiento de sus energías y autodisolución, la cooptación y encauzamiento reformista por parte de las diferentes institucionalidades (15-M) o, en el caso de su transformación en revoluciones triunfantes, secuestradas por los aparatos de dominio burocráticos (Nicaragua) o directamente la masacre (Praga, Tiananmen, Tlatelolco), son algunos de sus finales.
Las revueltas no son revoluciones. No se plantean la toma del poder, la captura del Estado. Son potencia, no poder. Generalmente no tienen ni los recursos, ni los liderazgos, ni la voluntad de hacerlo y no responden a ninguna dirección unitaria ni mucho menos a los delirios de alguna vanguardia, iluminada o no. Las revueltas no tienen programa ni pueden generarlo. Es decir, no pueden ser escritas con anticipación ni pueden escribir lo que sucederá: pro=antes; gramma= escritura, lo que se escribe con anterioridad. No hay escritura previa al acontecimiento. Las revueltas no pueden ser ordenadas.
Las revueltas son siempre producción de lo nuevo, no reproducción de lo dado. Cuando se ritualizan, se hacen redundantes; se convierten en pura simbología y dejan de ser lo que fueron. No aportan novedad, no son acontecimiento, no permiten que aparezca algo nuevo en el mundo porque giran sobre sí mismas. Este es el peligro del octubre chileno, siempre asediado por la disgregación nihilista y la fosilización institucional. También asediado por la propia complacencia ritualista y la autocomplacencia del espectáculo en las calles.
Las revueltas contienen, en su explosión, un plus de significado, un exceso no codificable, por ampliación de lo decible, por extensión de los sujetos que enuncian, gritan, sus insatisfacciones. En estos “momentos de la igualdad” aumenta la equiprobablidad del decir y del hacer. Por este motivo, “descolocan” a las formas organizativas anteriores a su surgimiento: partidos, sindicatos, por supuesto, pero también a las organizaciones “de base” y cercanas a las reivindicaciones más sentidas de la revuelta. Nadie queda indemne después del acontecimiento revoltoso.
Las revueltas actuales son espacios de experimentación igualitaria. Una concatenación de momentos de la igualdad en medio de las urbes del capitalismo jerarquizado. En tanto experimentación, juegan con extender “lo posible” de los subordinados, no “lo imposible”. La dialéctica no se da entre lo posible y lo imposible sino entre lo posible de los de abajo versus lo posible de los de arriba. “En la medida de lo posible” es lo posible
medido con las reglas de quienes tienen el poder. Los “partidos del orden” siempre miden la realidad con su propia vara de medir. Octubre no fueron delirios, más o menos líricos, de lo imposible sino imaginaciones y enunciaciones realistas de lo posible para las mayorías.
La revuelta de octubre ha sido muy distinta a las anteriores revueltas chilenas: estudiantiles, gremiales o corporativas. La de ahora es masiva, intergeneracional, temáticamente transversal, geográficamente ampliada, destituyente, acéfala, osada, impertinente, totalizante, común. No es “un pueblo” unitario con demandas uniformes el que habla sino una constelación de insatisfacciones de multitudes actuantes. No tuvo nada que ver con el espacio de “la” política partidaria, restringido, pero sí con el espacio de “lo” político, ampliado. Tampoco es posible reducirlo a las insatisfacciones de un sólo actor, los jóvenes frustrados por las promesas de movilidad ascendente. Ellos pueden ser su condensación, su epítome incluso, pero porque contienen las insatisfacciones y las indignaciones comunes de una sociedad agredida por décadas de hegemonía neoliberal, dictatorial y brutal primero, concertacionista y soft después.
Lo más relevante de la revuelta de octubre es el paso desde el desfile, la marcha, y la performance, a las asambleas y a los cabildos primero, y a las ollas comunes después. Es decir, el paso desde los espacios y momentos expresivos a los espacios y momentos del habitar, del ocupar, del hacer, del conversar, del imaginar juntos. Lo más relevante es la potencia para regenerar los lazos sociales destruidos por la dictadura y después por la desmovilización impulsada por la Concertación. La violencia nihilista justamente apunta a lo contrario, a destruir los vínculos.
Las revueltas pueden ser “encauzadas”, es decir, codificadas, desde arriba (conducidas, dirigidas, gobernadas) o desde abajo (orientadas, situadas, expandidas). Cuando se producen las revueltas, las diferentes formas institucionales del poder, las que nunca tuvieron la capacidad hermenéutica para preverlas ni para interpretarlas, ahora tratan desesperadamente de convertirse en sus traductoras. El mensaje siempre es “Ya hemos escuchado las demandas de la ciudadanía, ahora déjennos a nosotros, los expertos, los profesionales, conducir las insatisfacciones”.
Esperanza/rabia/indignación
En toda revuelta, en contra de las injusticias sociales y las desigualdades, conviven motivaciones diferentes y conductas similares. Las revueltas son siempre impuras. Siempre es difícil saber si la rabia es mayor o menor en aquellos que nunca pudieron realizar la movilidad ascendente (los pobres que quedaron pobres) o los que pudieron realizarla (los pobres que lograron ascender) creyendo la “promesa meritocrática”, según la conceptualización de Manuel Canales. No sabemos si la rabia es producto de la impotencia o de la frustración.
Excluidos-excluidos los primeros, incluidos-excluidos los segundos, su voz es indiferenciada en las calles y plazas de la revuelta. Tampoco es posible distinguir el discurso “altruista” (grito contra la desigualdad de todos) de otro “egoísta” (grito contra mi desigualdad).
En un estudio realizado por nosotros en 2014 veíamos que para muchos la desigualdad percibida y vivida, la “discriminación”, tiene que ver con lo que veo “hacia arriba” (los altos sueldos de algunos) más que con lo que veo hacia abajo (los pobres tienen bajos sueldos, pero tienen políticas de ayuda, subsidios, etc.). “Grito contra la desigualdad” porque gano 400 mil pesos, mi jefe cinco millones y los parlamentarios diez, no porque otros ganen 200 mil o menos. “Gritar contra la desigualdad” no es lo mismo que gritar “a favor de la igualdad”.
La revuelta de octubre ha sido, está siendo, igualitaria empíricamente, en la calle y en las plazas, ¿cuán igualitaria será estratégicamente, en la vida común? La justicia social puede entenderse como “igualdad de oportunidades” dentro de una estructura piramidal. Eso es lo que vende la promesa meritocrática. O puede entenderse como “igualdad de posiciones”, es decir, como reducción de las jerarquías, como abolición o reducción significativa de la pirámide misma. Esto es lo que contiene la revuelta como promesa democrática. Esto, antes de su suicidio, se llamaba socialismo.
Indignación y rabia son cosas distintas. La rabia es instintiva, impulsiva, pero de corto alcance. La indignación es ética, meditada, pero de alcance largo. “La política debe conducir estas esperanzas” (las de octubre), dice el senador Latorre, del Frente Amplio. Pero nadie puede ni debe, ni interpretar ni encauzar, ni nuestra indignación ni nuestra esperanza. Encauzar es codificar y dirigir. Codificar es “estabilizar el azar” (Jesús Ibáñez). Encauzar es transformar la información-ruido de la revuelta en significado y sentido. Algunos quieren hacerlo desde arriba; otros queremos hacerlo desde abajo. La disputa será entre encauzamiento y auto-encauzamiento, pero no sólo de la esperanza sino de la indignación, de la imaginación y, por supuesto, de la organización de los “iguales y diferentes”, que en absoluto es coincidente con la de la forma-partido.
Desgraciadamente, la Convención Constituyente no será la “gran Asamblea de deliberación democrática y esperanza” que aparecerá “después de votar Apruebo y Convención Constitucional” (otra vez Latorre). El cupular Acuerdo por la Paz codificó en extremo el proceso y los objetivos de la Asamblea, no por casualidad renombrada como Convención, buscando hacer de ésta una extensión del envejecido y amarillento mapa de partidos políticos actuales, matando la equiprobabilidad en la elección de los constituyentes “independientes”, favoreciendo descaradamente la de los “dependientes” y entorpeciendo las posibilidades de modificar la actual Constitución a través de los tramposos “dos tercios”.
Las grandes preguntas políticas acerca del devenir de la revuelta siguen siendo en la actualidad dos cuestiones medulares. Primera: ¿en que se transformará como demanda la energía constructiva de octubre? ¿Podrá metabolizar la energía destructiva? ¿Quedará enclaustrada en el sometimiento a la igualdad de oportunidades o podrá abrirse a la demanda de igualdad de posiciones? Segunda: ¿qué formas organizativas nuevas podrán responder, y en qué plazos, a la ética de la indignación contenida en octubre? ¿Surgirán nuevos modos de organización sociopolítica, distintos a los degradados y devaluados partidos políticos? ¿Podremos construir formas de democracia directa que reemplacen a buena parte de las formas representativas? ¿Cómo se dará el ciclo destitución-constitución social, más allá de la Constitución?
Este texto fue publicado originalmente en El Desconcierto el 20/10/2020. Agradecemos al autor por autorizar su reproducción.