Estados Unidos: asalto al Capitolio, oportunidad histórica
Escritor
Los Estados Unidos de América ya murieron una vez en el pasado. Fue un suicidio. Luego de una rápida expansión hecha posible por la violenta captura de tierras ajenas y el exterminio genocida de poblaciones originarias, la nación fundada en 1776 como una república esclavista y una democracia de empresarios y terratenientes (siempre y cuando fueran hombres blancos) dejó de existir en 1861. Ese año, la presión de sus intensas e irresueltas contradicciones hizo estallar el cuerpo político y la nación se partió en dos versiones irreconciliables, cuyo único destino posible era la guerra.
Fue una guerra total. Duró hasta 1865 y de sus ruinas emergió el proyecto de una polis sustantivamente distinta. Como ha escrito el historiador Eric Foner, se trató de una segunda fundación republicana: no restauró el viejo orden constitucional, sino que quiso establecer uno nuevo. La piedra angular de ese nuevo orden la pusieron tres enmiendas a la Constitución ratificadas en un lapso de cinco años, aún vigentes: la 13ra enmienda (libertad de los esclavos, 1865), la 14ta (ciudadanía de los antiguos esclavos y su igualdad ante la ley, 1868) y la 15ta (derecho irrestricto al voto para todos los ciudadanos varones, incluyendo los antiguos esclavos, 1870).
La promesa era clara, aunque aún incipiente e incompleta (la enmienda que permitió el voto femenino fue aprobada recién en 1920): el horizonte del nuevo orden debía ser la expansión de derechos y la incorporación de personas al ámbito de la ciudadanía, no su exclusión o su sometimiento; en adelante, imaginaron sus segundos fundadores, la nación estadounidense se encaminaría hacia una creciente igualdad política y legal, y ese habría de ser el sentido de su renacida historia.
Una promesa incumplida
Esa promesa quedó sin cumplir (y, de hecho, cumplirla quizá sea imposible en el contexto de una economía capitalista). El período iniciado en 1865, que los historiadores conocen como la era de la Reconstrucción, terminó en el fracaso doce años más tarde. Las elecciones presidenciales de 1876 se habían empantanado en una disputa no muy diferente a la actual, y en enero de 1877 los dos bandos llegaron a un acuerdo en el Congreso: los Demócratas —cuya base era el Sur— aceptarían la presidencia del Republicano Rutherford B. Hayes, a cambio de que este retirara las tropas federales que aún ocupaban los antiguos territorios de la insurrecta Confederación, derrotada militarmente pero no políticamente.
Aquellas tropas eran la única garantía para que el nuevo orden constitucional se cumpliera en la práctica, y el proceso de desmontarlo empezó muy pronto tras su retirada. Las décadas siguientes vieron establecerse, en todo el Sur y en partes del Norte, regímenes legales de segregación, exclusión y dominación de los ciudadanos negros (las leyes conocidas como "Jim Crow"), y el aplastamiento de su resistencia mediante el terror.
La situación solo empezó a cambiar —un cambio que se dio de manera tentativa, embrionaria, y que hasta el día de hoy permanece en estado de gestación— en la segunda mitad del siglo XX, cuando la lucha de las minorías por la igualdad de derechos dio frutos legales tangibles. En particular, la Ley de los Derechos Civiles y la Ley del Voto, ambas de 1964, cuya intención fue restaurar la vigencia efectiva de las tres enmiendas constitucionales de la era de la Reconstrucción.
He escrito antes que las tensiones desatadas en torno a estas dos leyes contribuyen sustantivamente a explicar los procesos políticos del último medio siglo en los Estados Unidos, donde los incentivos apuntan a radicalizar la resistencia a su cumplimiento y a apuntalar la lógica segregacionista. Desde esta perspectiva, el trumpismo —con su carga de agitación racista, su xenofobia y su recurso permanente al resentimiento blanco— es un desarrollo natural de la política estadounidense y está aquí para quedarse, aunque Trump se vaya.
Los eventos del 6 de enero en Washington, D.C. han dejado más de un emblema de esta realidad, que continuará definiendo y determinado la vida política del país aún por varios años.
Volver a 1877
"Volvamos al Compromiso de 1877" dijo el senador Ted Cruz, Republicano de Texas, al argumentar su oposición a que se reconozca la victoria electoral Demócrata y se certifique a Joe Biden como presidente (lo estoy parafraseando, pero no mucho), y el mensaje es nítido para quien sepa escucharlo. Contra las lucha por los derechos civiles, hoy manifiesta en movimientos de protesta como Black Lives Matter y en el expandido ejercicio del voto por los grupos minoritarios, Cruz estaba pidiendo regresar al punto en el que se barrió la semilla de la igualdad política y legal para reafirmar el régimen de segregación; solo así reconocería al nuevo gobierno.
Este sibilino argumento es un ejemplo típico de lo que los comentaristas más dados al cliché llaman "dog whistle", o "silbato canino": un llamado que solo cierta parte de la audiencia puede captar, pues no todos estamos en sintonía con su frecuencia de onda. El término es burdo pero útil, pues describe un fenómeno real. El uso de estos "silbatos" ha sido muy redituable para el partido Republicano a lo largo de los años. Le ha permitido aglutinar en torno suyo facciones ideológicamente diversas y con distintos intereses económicos, lubricando los engranajes de la coalición electoral que permite el avance de un programa tachonado de medidas en extremo impopulares.
La esencia de estos "silbatos caninos" es que se trata, en lo fundamental, de pantomimas, un intercambio de símbolos, una serie de guiños, pero no de un llamado real a la acción política de masas. Ted Cruz y los demás líderes Republicanos que lo acompañaron en sus objeciones sabían que la suya era una causa perdida (de hecho, el que lo fuera también puede considerarse un "silbato"). Su cháchara parlamentaria es una forma de posicionamiento con miras a las próximas elecciones y una táctica para la recaudación de fondos. La acción política de masas es lo contrario de lo que buscan, en realidad. Buscan el avance personal y la acumulación de poder para sí mismos. Lo suyo es el cinismo, sin demasiada consideración de las consecuencias.
(Dicho sea de paso, lo mismo puede decirse sobre Donald Trump, quien después de incitar a sus partidarios a marchar al Capitolio y asegurarles que estaría con ellos, se largó a su casa a ver el espectáculo por televisión. Es posible, sin embargo, que en algún momento entre su derrota electoral de noviembre y los sucesos de esta semana, Trump haya perdido de vista la realidad de su situación. Es posible que realmente se haya creído en capacidad de interrumpir por la fuerza el proceso constitucional y dar un golpe de estado con una turba insurrecta y algunos parlamentarios. Si es así, se engañó a sí mismo tanto como a sus seguidores, y el delirio le va a costar muy caro. Al momento de escribir estas líneas, sábado por la tarde, está cerca de un segundo juicio político, aislado incluso de sus defensores más pertinaces entre la élite política desde sectores de su propio partido. Se puede decir definitivamente, sin temor a la equivocación, que el tiro le ha salido por la culata).
Final del juego
Mientras Ted Cruz invocaba "el compromiso de 1877", la turbamulta trumpista asaltó el Congreso con armas y explosivos en la mano, preparada para capturar a los legisladores como rehenes, y algunos de sus miembros hicieron flamear en el interior del edificio la bandera de guerra de la Confederación del Sur. Esa imagen es más emblemática aún que los "silbatos" de Cruz y la derecha estadounidense, y sirve para confrontarlos, sin excusas, con el contenido de sus palabras. Cuando por los pasillos del poder constituido campea la bandera de los peores enemigos que ha enfrentado nunca el Estado federal, aquellos que se levantaron en armas para impedir la liberación de los esclavos y destruyeron la nación en el intento, a los cínicos se les acaba el margen de maniobra. Les ha llegado, y esta vez no es un cliché, la hora de la verdad: súbitamente, su juego deja de serlo y se vuelve algo más serio.
Es cierto, como ha escrito el politólogo Corey Robin, que explicar la coyuntura por alusión a tendencias de la longue durée puede ser una trampa. No todo lo que ocurre en la superficie del presente puede reducirse a una expresión de las corrientes profundas del río de la historia, e incluso cuando los símbolos que se despliegan son los del pasado, como la bandera confederada o el año 1877, el significado de su despliegue, lo que comunican, es punzantemente actual. Aun así, es imposible evitar la impresión de que lo que se ha puesto en escena en estos días en Washington, D.C. pesa con el peso de las determinaciones históricas, y que sin acciones que tengan esa misma dimensión, las dinámicas, energías y procesos hoy a la vista no se detendrán.
Ese quizás será, entonces, el legado de la administración Trump, sus cómplices y sus facilitadores: haber puesto sobre el tapete, con una claridad y una precisión ya imposibles de disimular, lo que se ha estado jugando en la política de su país durante las últimas seis décadas y la forma contemporánea de una contradicción fundamental que lo ha marcado desde siempre. Trump y el trumpismo han terminado presentando la disyuntiva de la supremacía blanca con nitidez inescapable. La pregunta fundamental ahora —la hace también Corey Robin— no es cuánto se parecen ellos a los reaccionarios que derrotaron la primera Reconstrucción, sino cuánto están dispuestas las fuerzas que se les oponen, incluyendo al partido Demócrata pronto en el gobierno, a hacer historia de verdad, construyendo la segunda.