Opinión

Festejos que en realidad fueron otra derrota en enfrentar el cambio climático

Por Eduardo Gudynas

Analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).

Festejos que en realidad fueron otra derrota en enfrentar el cambio climáticoFoto: RTP Noticias

El paso de las semanas permite una mejor evaluación de los acuerdos internacionales frente al cambio climático, y ante lo que algunos consideraban que ofrecía algunas esperanzas, un examen más riguroso revela un fracaso. Eso es lo que está ocurriendo con los resultados de la cumbre sobre cambio climático realizada en la ciudad de Glasgow a inicios de noviembre.

Allí se reunieron casi doscientos gobiernos, entre ellos el peruano, para acordar medidas que detuvieran la acumulación de gases invernadero. Es el encuentro número 26, y por ello se los abrevia como COP26. Muchas evaluaciones convencionales insisten en que es un triunfo que los países al menos se reúnan; otros, incluyendo a no pocos latinoamericanos, conciben esa problemática como una responsabilidad de los países del norte, lo que los libera de mayores compromisos, y a su vez hace que su énfasis esté en obtener ayudas financieras.

Al mismo tiempo se ha vuelto común que presidentes o ministros brinden en el extranjero unos vigorosos discursos, a veces radicales, con anuncios de nuevas medidas ambientales. Pero cuando se examinan sus políticas y gestiones concretas en realidad son muy débiles, y hasta contradictorias. Eso se repitió en Glasgow con discursos como los de los presidentes de Colombia y Argentina, pero también ocurre con el ausente Pedro Castillo.

No siempre es fácil advertir esta tensión. Pero un examen del documento firmado por todos los países, el Pacto de Glasgow, muestra que sus resultados son totalmente insuficientes para detener la crisis climática. Seamos claros: el encuentro fue un fracaso. El texto del pacto reconoce que la meta es evitar que la temperatura media del planeta aumente más allá de 1,5 grados. Para poder respetar ese límite, el mismo texto afirma que es necesaria una reducción del 45% de las emisiones de CO2 al 2030, y asegurar cero emisiones netas hacia el 2050. Tanto esas metas como esas obligaciones ya están incluidas, en su esencia, en compromisos previos, como el Acuerdo de París que esos mismos países firmaron en 2015.

Sin embargo, en unos párrafos más adelante, en el Pacto de Glasgow se admite que los compromisos asumidos por los gobiernos no resultan en una reducción, sino que por el contrario, habrá un incremento del 13,7 % al 2030. Eso es impactante, ya que al mismo tiempo reconoce que no cumplen con la palabra empeñada y confiesan su incompetencia para detener el cambio climático.

En paralelo al pacto se firmaron otras declaraciones, y entre ellas se destacan dos que fueron acompañadas por Perú. La primera estaba orientado a detener la deforestación al año 2030, pero cuando se examina su contenido se encuentra que solamente es una declaración de aspiraciones sin mandatos concretos y obligatorios. Eso explica que fuera firmado por países reconocidos por sus altos niveles de deforestación e inadecuadas medidas para evitarla, como Brasil, Colombia o Paraguay. El colombiano Iván Duque dio un discurso en Glasgow con metas muy ambiciosas, pero dentro de su país es incapaz de detener la deforestación mientras apoya a petroleras y mineras del carbón.

La segunda declaración es la llamada “Promesa Global sobre el Metano”, promovida sobre todo por Estados Unidos y la Unión Europea, busca contener un gas invernadero que es muy potente, y que se origina sobre todo desde la agricultura (por ejemplo los cultivos de arroz), la ganadería (por las emisiones del ganado), los cambios en el uso de los suelos (incluida la deforestación) y las pérdidas en refinerías de hidrocarburos o plantas de extracción o procesamiento de gas. Pero otra vez el documento es una declaración, sin obligaciones específicas para cada país y apenas una meta global. Además de Perú, fue firmado por países con enormes sectores agropecuarios, y por ello con altos niveles de emisiones de metano, como Argentina, Brasil y Uruguay. Pero reconocieron que lo hicieron porque no se les impone ninguna medida concreta.

Al mismo tiempo, se conoció que muchos gobiernos hacen maniobras o trampas en sus reportes de emisiones de gases invernadero. Analizando los informes oficiales de 196 países, hay 45 que se actualizan desde 2009, en otros los datos son cuestionables porque no incluyen importantes fuentes de emisiones (como hacen Canadá y Australia por ejemplo) y están los que inflan la captura de carbono de sus bosques (como ocurre con Malasia). Las emisiones no reportadas son enormes, estimadas en 8,5 a 13,3 millones de toneladas de CO2 equivalentes.

Otro flanco de disputa es esgrimido por los países del sur insistiendo en que el cambio climático es esencialmente responsabilidad de las naciones industrializadas del norte y por lo tanto ellas deben asumir la mayor carga en reducir sus emisiones y en otorgar asistencia financiera. En esas ideas hay varias verdades aunque terminan distorsionadas en un juego de palabras que desemboca en excusas y justificaciones para la inacción.

Es que las clásicas divisiones entre un “norte” y un “sur” no siempre son útiles. China aparece una y otra vez como parte de ese “sur” pero se ha convertido en el mayor emisor de gases invernadero, muy por delante de EE UU. En la lista de los más grandes emisores se encuentran países de la Unión Europea pero junto a India, Rusia, Indonesia y Brasil, todos ellos parte de ese sur.

Cuando se analizan las emisiones per capita ese entrevero se acentúa todavía más (un boliviano promedio tiene una huella de emisiones mayor a la de un alemán, por ejemplo). El registro histórico es también complejo, ya que al tomar las emisiones acumuladas entre 1850 y 2021, el mayor responsable es Estados Unidos pero le siguen China, Rusia, Brasil e Indonesia.

Esta evidencia deja en claro que todos los países son responsables. Es cierto que hay varios que tienen una culpa mucho mayor, pero no puede insistirse en que la baja proporción de emisiones de un país latinoamericano, como las de Perú, Bolivia o Colombia, se convierta en un salvoconducto para continuar con prácticas como la deforestación o la extracción y uso indiscriminado de combustibles fósiles.

Del mismo modo, también es cierto que los países más ricos deben brindar más ayudas para enfrentar el cambio climático. Pero eso no debe impedir advertir que varios de los gobiernos del sur que reclaman esos dineros, al mismo tiempo otorgan enormes subsidios económicos a la explotación de hidrocarburos o a sus combustibles. Un ejemplo de ello en Glasgow fue el discurso del presidente de Argentina, Alberto Fernández, quien planteó que parte del pago de la deuda externa en lugar de regresarla al acreedor fuese utilizado en medidas ante el cambio climático. Muchos apoyaríamos esa posición pero también sabemos que ese gobierno tiene un enorme programa de subsidios económicos a la explotación de hidrocarburos en la Patagonia.

Allí nacen las contradicciones entre los fuertes discursos sobre cambio climático y las políticas internas. El gobierno Castillo no escapa a esa tensión ya que en Glasgow anunció la “emergencia climática”, pero al mismo tiempo defiende una masiva diseminación del consumo de gas natural dentro del país a partir de los propios yacimientos. Esa medida, promovida sobre todo por algunos socios en la coalición del gobierno, debe ser sopesada con mucho cuidado porque implicaría más emisiones a escala nacional, posiblemente violaría los compromisos del país en esta materia, y deja en entredicho los discursos de protección ambiental.

Estos y otros aspectos de los acuerdos alcanzando en Glasgow se analizan en un reporte detallado. Esa revisión muestra que los gobiernos y buena parte de sus sociedades siguen atrapados en su adicción a los combustibles fósiles que alimenta el cambio climático. No logran romper con esa dependencia.

Los gobiernos aplaudieron al final de la cumbre de Glasgow. Pero ese festejo esconde un nuevo fracaso. Aún considerando que cumplirían todas las promesas que dieron en Glasgow, incluyendo aquellas que son apenas declaraciones como las enfocadas en el metano, los gases que emitirán desembocarán en un aumento de la temperatura al final del siglo que superará la barrera de 1,5 grados, y alcanzará 1,8 grados. Pero como sabemos, los países no cumplen sus promesas, hacen todo tipo de trampas, y si persisten estrategias como las actuales se estima que la temperatura alcanzará un aumento de 2,7 grados. Esto deja en claro que estamos ante un fracaso de las políticas ambientales, tanto nacionales como multilaterales, y como tal debe ser asumido y analizado. Ningún presidente, ningún ministro del ambiente ha renunciado por no cumplir año tras año las metas para atacar el cambio climático. Es esto lo que debemos comprender si es que se desean buscar las alternativas que son necesarias y urgentes.