Hablemos de “Fascismo”
Comunicadora política. Directora del podcast “La batalla de las palabras”
“Así es, compañeros. Los fascistas no son como los hongos que nacen así en una noche. Han sido los patronos quienes han plantado a los fascistas.” (Película ‘Novecento’)
En los últimos meses la palabra “fascista” ha cobrado relevancia en el debate público. Esto no es casualidad y, por cierto, tampoco es una buena noticia. La entrada de determinadas palabras a nuestros léxicos cotidianos se relaciona directamente con nuestros anhelos y con nuestros temores colectivos. “Fascista”, una palabra que estuvo en el centro del debate público en la época de Benito Mussolini o Adolf Hitler hoy recobra un protagonismo que hace que nos preguntemos ¿qué tan lejos estamos de la Italia fascista o de la Alemania nazi? En un país en el que hace unas semanas oímos al Premier Anibal Torres alabar a Hitler, debido a que “construyó carreteras”, obviando perversamente el genocidio que lideró, esta pregunta -y esta palabra- cobra todo el sentido del mundo.
El historiador italiano Emilio Gentile, se ha especializado en el estudio del fascismo y lo define como un movimiento político y una ideología que surge en la Europa de la primera posguerra, y que es derrotado militarmente en 1945. Sin embargo, aunque nos pueda parecer un fenómeno de estudio únicamente histórico, no podemos evitar ver las herencias que ha dejado a movimientos de extrema derecha que, con sus particularidades, hoy suponen una continuidad de este fascismo histórico. Las características de esta ideología son el ultranacionalismo, la voluntad de una revolución palingenésica (hombres y mujeres nuevos para un orden nuevo)[^1] y la instauración de un régimen autoritario, de partido único; vale decir, un régimen totalitario. Y esto que vimos en Italia o Alemania, e incluso con tintes muy similares en la España de la dictadura franquista, nos resuena un poco en la actualidad en esos movimientos políticos que el historiador italiano Steven Forti ha denominado como “extremas derechas 2.0”[^2]
Elementos como el ultranacionalismo se mantienen. Basta ver, por ejemplo, el discurso de “reconquista” desde España por parte del partido de ultraderecha VOX, o, por supuesto, el discurso xenófobo que enuncian Zemmour o Le Pen en Francia, Salvini en Italia, Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil o López Aliaga o Keiko Fujimori en Perú. Algo que nos recuerda, como señala Forti, esa búsqueda de los fascismos por un supuesto enemigo que amenaza la soberanía o inclusive la existencia de una nación y, en su versión más cruda, a la pureza racial. Por otra parte, las extremas derechas 2.0, siguiendo con Forti, defienden valores ultraconservadores y manifiestan una visión autoritaria de la sociedad a la que ofrecen la defensa de la ley y el orden desde una visión de mano dura. ¿Nos suena conocido?
Sabiendo las características del fascismo como ideología, y notando las similitudes con ciertos movimientos y partidos políticos en el Perú de hoy, también es preciso notar una diferencia que resulta fundamental: su capacidad de aggiornamiento al sistema político. Vale decir, que han logrado cierta normalización en nuestra escena pública. Las extremas derechas 2.0 ya no hacen el saludo romano, no llevan tatuada la esvástica, ni visten de uniforme, sino que usan jeans, camisas y algunos hasta corbata. Han colado su ideología en los medios de comunicación y en las redes sociales donde con fakenews difunden mensajes que les permiten librar la batalla cultural, y se presentan como “demócratas” pese a que no respetan el sistema democrático una vez en el poder como es el caso de Victor Orbán en Hungría. Y, por cierto, dicen defender el sentido común aunque lo que digan sea democráticamente cuestionable, por decir lo menos. En esta “normalización patológica”[^3] de las extremas derechas, hemos visto cómo discursos que antes hubieran merecido mucho más repudio, ahora gozan de ciertos aplausos. Es el caso del muro defendido por Donald Trump en Estados Unidos o, el llamado que hizo Rafael López Aliaga a matar al comunismo, a Cerrón y a Pedro Castillo en plena campaña electoral. Todo indica que lamentablemente no estamos tan lejos como creemos de los vientos del fascismo que deberíamos conocer mejor.
De hecho, basta con pensar en las acciones recurrentes y sistemáticas de movimientos violentos como La Resistencia, Los Insurgentes, Los Combatientes, etc. para preguntarnos sobre la resaca del fascismo en estas formas de entender la política y, sobre todo, la disputa política dentro de los sistemas democráticos. No sólo el acoso político que hacen de personajes que consideran adversarios es denunciable y debería ser sancionable, sino que ciertas acciones nos recuerdan períodos muy oscuros. El boicot realizado a presentaciones de libros, por ejemplo, parece un eco del triste episodio de quema de libros por parte del régimen de Hitler en Alemania en 1933. Quemaron a Marx, a Freud, a Bertolt Brecht, a Kerr, a Rosa Luxemburgo y un larguísimo etcétera. Quemaban lo que planteaba horizontes distintos. Por otra parte, se señalaba a quien pensaba distinto. Meses después se ilegalizaría a los partidos que defendieran otras propuestas políticas y, finalmente, se eliminaría al disidente. Tiene todo el sentido del mundo señalar el carácter postfascista o neofascista de estos movimientos que en Perú siguen cometiendo atropellos impunemente.
La antropóloga y periodista española Nuria Alabao apunta a un tema clave para entender a estas fuerzas políticas y su crecimiento a nivel mundial: el caldo de cultivo. Para Alabao, no servirá de nada entender a las extremas derechas postfacsistas como culpables de todos los males de las democracias actuales si no entendemos que son hijos de la “fase neoliberal del capitalismo que ha preparado el camino para que emerjan estos discursos antidemocráticos”. Alabao señala cómo el desmantelamiento de lo público, a partir de las privatizaciones masivas, y el ataque a los derechos sociales ha roto los vínculos comunitarios entre todos y todas y ha generado una cultura de individualismo radical donde cada quien vela por sí mismo y los suyos.
Es esta ruptura del valor de lo común y lo colectivo, lo que permite que discursos extremistas y ultras que señalan como un problema al otro (al extranjero o al otro dentro de las fronteras) crezcan y logren permear en los sentidos comunes de una sociedad. Tal vez, la pandemia nos permitió entender, por un lado, que el Estado como garante de derechos debía ser un anhelo social para evitar que las desigualdades no solo se reproduzcan, sino que acaben con la vida de nuestros compatriotas. De la misma manera, tal vez la pandemia debería haber servido para entender que modelos que apuestan por la competitividad individualista y ponen los derechos en las manos de los capitales privados, son una amenaza. Y lo son no sólo por sus efectos concretos en la muerte de miles, sino también porque constituyen el perfecto caldo de cultivo para que discursos antidemocráticos se instalen.
Y tal vez este sea uno de los aspectos más interesantes respecto a estos fenómenos y movimientos postfascistas pues nos hablan de una ruta a seguir para acabar con la que es la mayor amenaza para nuestras democracias que, precarias o no, son el mejor sistema con el que contamos.
He iniciado esta columna con una cita a una escena célebre de la película “Novecento”. Hablar de caldo de cultivo de las extremas derechas postfascistas supone también pensar en quienes están interesados en que estos movimientos y partidos políticos cobren peso en las sociedades. Miquel Ramos, autor del libro “Antifascistas” apunta al carácter elitista de estos movimientos políticos que, en suma, son hijos del sistema que defienden: “(las extremas derechas) No tienen ningún carácter anti-elitista porque son un instrumento de las élites para evitar que gobiernos progresistas puedan legislar en favor de las mayorías. Por eso están financiados por estas élites y cuentan con alianzas internacionales. Lo vemos en Europa pero también en América Latina. Esta es la historia de las extremas derechas desde su nacimiento.”
En efecto, los fascistas no son como hongos que nacen en una noche, sino que son plantados por los patronos que se benefician del modelo que los fascismos de entreguerras, y los postfascismos de hoy, defienden.
Que las extremas derechas postfascistas son la principal amenaza de nuestras democracias es una evidencia que ya tiene ejemplos concretos, por ejemplo, en Hungría. De ahí que la equiparación irresponsable que se hace de “extrema derecha” con “extrema izquierda” no solo resulta falaz, sino que termina limpiando la cara a los movimientos que con una ideología fascista están emprendiendo su propia agenda. Se puede discrepar de movimientos o partidos políticos de derechas o de izquierdas por su ideología y hasta por sus métodos. Pero equiparar en un mismo nivel a quienes señalan a un otro con la intención de cerrarle paso a las disidencias, defienden valores conservadores que reducen derechos humanos de todos y todas, o plantean quebrar la democracia para instalar un otro sistema, es un error que cualquier demócrata debería denunciar. Estamos a tiempo de ello y de batallar contra el fascismo que, esperemos, no haya vuelto para quedarse.
[^1] Emilio Gentile la define como una “religión política”.
[^2] Forti, S. (2021). Extrema derecha 2.0: ¿qué es y cómo combatirla? Siglo XXI España Editores.
[^3] Mudde, C. (2021) La ultraderecha hoy. Barcelona, Paidós.
Estas reflexiones son producto del segundo episodio del podcast “La Batalla de las palabras” que pueden oír completo aquí
Spotify: https://open.spotify.com/episode/5sV9eyxTrw8m4iVc2lHSpl?si=4qfVvXtoSbe-4RiDIovhfg
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