Opinión

¿Hay esperanza?

Por Alfredo Quintanilla

Psicólogo

¿Hay esperanza?Foto: Facebook Lima en Escena

Hace años que una obra teatral peruana no me impactaba como lo ha hecho Esperanza. Marisol Palacios y Aldo Miyashiro han escrito una pieza que une el pasado con el presente lacerante que vivimos, la vida privada con la política, la violencia con la búsqueda de una esperanza que no aparece por ningún lado.

Pero el texto frío es sólo una posibilidad, que muchas veces lo esteriliza el enfoque del director o una actuación pobre. Aquí estamos frente a la ventaja de una autora que dirige la puesta en escena y conduce al elenco con el ritmo y la intensidad que ha imaginado para cada escena. Esta vez la actuación de Luis Cáceres, Julia Thays, Diego Pérez y Brigitte Jouannet consigue lo que los griegos y Shakespeare pretendieron: llegar a las tripas del espectador, donde nacen las emociones.

Luis Cáceres construye un verdadero canalla que el espectador odia de comienzo a fin. Un padre déspota, un sátrapa ruso combinado con un criollo dicharachero peruano. Un egocéntrico, que hace girar a su familia en torno a sus ilusiones. Su violencia contenida imprime un ritmo trepidante a la obra que desata angustias en la platea pues ve que la familia marcha a un callejón sin salida, sin que se pueda estirarle la mano para salvarla.

Julia Thays desarrolla la madre abnegada, sumisa, tierna, que construyeron al alimón la Iglesia y el mercado capitalista. Es la que carga con todo el trabajo, con las necesidades de los hijos, que todo el tiempo hace de tripas, corazón, y que no tiene más remedio que refugiarse en los melodramas que pasa la tele.

Diego Pérez hace un hijo más cercano al siglo XXI que a los años 80 del siglo pasado; un adolescente despreocupado que sólo quiere escapar de la familia, la escasez y el país de mierda que le ha tocado. Brilla en el momento que duda y brilla más cuando se expone a la derrota del amor. Logra liquidar al padre señalándole crudamente la realidad y se libera.

Brigitte Jouannet se convierte en la niña obediente del padre, componedora de entuertos como su madre, que sacrifica sus planes en aras del supuesto interés superior del bienestar y la unidad familiar. ¿Es ella la que encarna la esperanza o más bien la que será una nueva versión de la madre?

La obra ubica el drama familiar en medio del contexto nacional que se cuela en las noticias. Y aunque se refiere a los años 80 del siglo pasado, es un retrato imaginado de las angustias que deben pasar hoy los que pusieron los muertos en la pandemia y luego perdieron sus empleos o a sus clientes. Pero también de las fugaces ilusiones que generan los candidatos en cada vuelta de la noria electoral, el dinero y la fama.

Tiene la virtud de hacernos conocer las motivaciones políticas de los de abajo, que a veces bien arriba, en la punta del cerro y que son exactamente iguales a las que ocultan los de arriba, los que deciden, así como el reflejo muy peruano para enfrentar los problemas: echarle la culpa al otro, cuando el que eligió al o la impresentable es él mismo.

La actuación es tan exigente que los cuatro se comen los tallarines fríos que ha preparado la producción, impecable, a cargo de Mariana Baumann.

Una obra que debieran ver todos los peruanos para hacer un examen de conciencia y resolver el enigma del título.