Huamachuco en silencio
Escritor y gestor cultural
Alguna vez fui el niño que iba en busca de la lluvia. Tierra de wachemines y danzantes, de adoradores del dios Ataujo, de cerros, lagunas y monumentos de piedra, Huamachuco fue siempre una batalla contra el frío, la borrasca, el olvido y la historia, la claridad de las tardes. Habitaron mis ojos siempre los colores vivos en las chompas y vestidos de sus mujeres, los amaneceres y sus flores, la salvaje correntada en mis vasos sanguíneos: metáfora de un tiempo devorando vida y silencios, verdad y esperanza.
Alguna vez fui el niño que detuvo el tiempo arrojando su reloj de arena del Puente Grande, amarrando sus tristezas en la torre del campanario, sorteando aguaceros y ventarrones, la enfermedad de la distancia y del olvido. Alguna vez me introduje en el tejido inmemorial de las cordilleras, en tapizados valles y coloridos tambos, en la esencia de los árboles, la gelidez de las noches, la oscuridad de sus tormentas. En mis sueños, caminé descalzo en sus calles: así fue el tránsito de la vida hacia la muerte; sin sutilezas, verbigracia, sin filosofía.
Huamachuco es el viento helado que me sopla bajo el pecho, el recuerdo inolvidable de un abrazo, la promesa de un amanecer soleado y muchas noche con estrellas, el corazón entonando canciones por los caminos de la hoguera, la oquedad, también de la alegría. Huamachuco es un perro anónimo en la puerta del lugar donde solía cenar, un animal abandonado y hambriento carcomido por la nostalgia. Es el pan caliente en una mesa tibia, la quemazón del chocolate y la cachanga andina, la esperanza mirando con amor hacia los ojos del destino.
Alguna vez fui el niño que tras la lluvia se sentó a mirar las azoteas de una ciudad que llegué a amar sin saberlo. Ahí estaba el arcoiris como inequívoca señal del florecimiento de la vida, de la celebración de la existencia, de la memoria que golpea y asesina sin piedad, que conmueve y que destruye las más íntimas fibras y urdimbres de nuestros sueños.
Volver a Huamachuco es ponerse a salvo de nuestra propia sombra; mojarse el abrigo y los zapatos en sus calles, dormir bajo sus madrugadas y despertar bajo su cielo, es abolir la muerte y respirar, entregarse a un poder sobrenatural tras tomar una hierbita; es volver a escribir y a sentir lo escrito en silencio, es regresar a la vida.