“¡Impuro, impuro!”
Psicólogo
A Santiago
Cuando aparecieron las manchas en mi piel, se las enseñé a mi madre, que me dijo: “anda a la sinagoga”. Fui y recé largo rato. Rogué y lloré, desesperado, pero no sé si Jehová me escuchó. Cuando llegó el sacerdote, me examinó cabeza, brazos y piernas, con un palito, sin tocarme. Luego, dictaminó: “estás impuro”. Me sentí como un perro apaleado. Cuando regresé encontré las puertas de casa, cerradas, y a mi padre que desde el techo me dijo:
“Hijo, ya sabes cómo es esto. Son los designios de Dios. Escrito está, que debes ir advirtiendo a gritos “¡impuro, impuro!”. Debes ser valiente y orar”. Mi madre, detrás de él, sólo lloraba. Me alcanzaron una talega con trigo tostado, un queso grande, el odre con agua, mi cuchillo y mi manto.
Aquella noche no pude dormir, tratando de buscar refugio en los pesebres, junto a los jumentos y las ovejas, pero los perros me delataban con sus aullidos. En el día, como iba gritando ¡impuro!, los niños salían a apedrearme. Tuve miedo y clamaba al cielo, pero Jehová no me mandó ninguna señal.
Cuando pasó la estación del calor, concluí que todos me odiaban porque había recibido la marca de Caín, aunque yo no había matado a nadie. Entonces, me fui al desierto, como el macho cabrío que todos veían en mí.
Al comienzo me quemaba las manchas con el cuchillo ardiente, pero el mal no cedía. Enflaquecí, y mis trenzas se endurecieron de polvo. Ni las tormentas de arena, ni la sed lograron ahogarme. Siempre pude eludir alacranes y víboras. A veces me acercaba a los pueblos a conseguir agua y robar gallinas o huevos. Una vez encontré a Tolomeo, otro infectado viejo y maloliente. Él me enseñó las cuevas y cómo espantar de ellas a las zorras. Me enseñó, también, otra forma de hacer fuego y cómo pedirle a las samaritanas, hoscas como lobas, que me dieran agua. Me dijo:
“Si no sabes cuál es el pecado por el que Dios te castiga, entonces, no morirás. Y no sigas rezando, porque debe andar ocupado, atendiendo casos más graves”.
Cuando cayó la nieve, dejé de orar. Y así hubiera seguido mi vida solitaria, hasta ser picado por una serpiente o partido por un rayo, si no hubiese pasado lo que me pasó.
Un día, vi un tropel de gente. Nunca había sucedido. Me acerqué hasta dos tiros de piedra y lo descubrí. Todos lo llamaban rabí y hablaba cosas que no entendí. Después, vinieron los alaridos y la gente que caía delante de él en una extraña danza sin música. Resultó ser que el hombre curaba. Un mago. O al menos, eso comentaron las mujeres que pasaron delante de mí.
Pasó la estación seca y vinieron los vientos. Ya había perdido algunos dientes y los dedos pequeños de los pies, mis párpados se habían deformado y mi lengua era como la del camello, que puede comer espinos. Otra vez vi el tropel y escuché los alaridos. Había una multitud: tullidos y ciegos, sordos y endemoniados; embarazadas y niños en brazos; mancos y cojos; galileos y sirios.
Me trepé encima de la roca que cuida el lago. Y lo que vi, me sorprendió. En un momento todos lo rodearon hasta asfixiarlo pidiendo a gritos que los curase. Y habrían terminado por aplastarlo, si es que los pescadores galileos que lo resguardaban, no acuden a rescatarlo. Empezaron a insultarlos y apedrearlos y vinieron huyendo por donde yo estaba. Así que, cuando estaba a un tiro de piedra le grité:
“¡Maestro, espérame!”
Volteó a mirarme y entonces salté de la roca y me acerqué. Vi las miradas de miedo y de odio lancinantes, por atreverme a cerrarle el paso, de espaldas al sol.
“¡Qué quieres! ¡Cómo te llamas!” - preguntó con autoridad.
“Me llamo Yago, de la tribu de Izacar y, si quieres, puedes curarme, dije, sin lloriquear, ante el hombre que, seguro andaba cansado de curar”. (Pensé, probando no pierdo nada…)
Todos lo miraron, esperando su respuesta.
“Quiero!” - dijo, y se acercó con la mano levantada, mientras los oh!, los hey!, cuidado!, contagia!, fuera!, hicieron doler mis oídos. Hijos de puta…
Yo le sostuve la mirada. Era joven y sus cejas negras como la noche, enmarcaban una mirada que podía aterrorizar o apaciguar.
Y me tocó. Casi me niego, para no contagiarlo. Y me dijo:
“Tus pecados han sido borrados”
No entendí. Le pregunté con la mirada y remató:
“Anda preséntate a la sinagoga”
Me hice a un lado y los vi pasar y meterse en el sol del ocaso. Eran como fantasmas o yo era el fantasma, sordo, tal como había quedado. No puedo explicar qué pasó.
Aquella noche pensé en la posibilidad de acercarme a la sinagoga y quedar curado. Pero, los sacerdotes, al verme impuro, me echarían a los perros. Al final, indeciso, quedé dormido y soñé a mi madre que me ofrecía el plato de lentejas que me gustaba.
Al despertar, sentí un impulso por volver a la casa de mi padre pese a mis fachas, que espantaban a la gente. Dos jornadas caminé. Al tercer día, al cruzar el arroyo del pueblo, me lavé y descubrí que las escamas habían caído. ¡Estaba curado!
Salté de júbilo y como un loco irrumpí en la casa de mi padre. Pero, él no me reconoció. A mi hermana, le pregunté por mamá, pero negó con la cabeza. “Hace tres días, en su agonía, te llamó”.
Y yo hice el recuento de que, tal vez, a esa hora el hombre me estaba curando. Y me reproché por haber dudado y no correr a la sinagoga. En ese momento perdí la fe en el Paraíso. Nunca la volvería a ver, ni ella, a regalarme su ternura. La maravilla y la felicidad de verme curado habían llegado demasiado tarde.
Me quedé en el taller de mi padre y volví a hacer y reparar estribos, como antes. Quise buscar al maestro que me había curado, para mostrarle que los de Izacar somos agradecidos, pero la reparación del tejado me lo impidió.
Pasó el tiempo. Un día caminé hasta el lago por donde andaba con su gente. Me dijeron que se había ido al desierto y nadie sabía de él. No encontré a ninguno de sus amigos. En cambio, te encontré a ti. Tal vez, un día de estos, cumpla con su encargo.