La impunidad nos hiere: Raccaya exige justicia
Exministra de cultura y familiar del Caso Cantuta
En diciembre del 2009, llegaron a las oficinas del Equipo Peruano de Antropología Forense -EPAF, Luis Arones y Alfredo García, dirigentes y representantes de los familiares de Raccaya. Nos contaron que el Ministerio Público, en fechas cercanas a la navidad de aquel año, había realizado exhumaciones sin la participación de los familiares, en Umasi, en unos terrenos cercanos al centro educativo, lugar donde fueron asesinadas y enterradas 41 personas. Conocí así uno de los tantos casos dolorosos, desgarradores, e indignantes de violaciones a los derechos humanos, cometidos por miembros del Ejército Peruano contra población civil, adultos y niños que habían sido previamente secuestrados por Sendero Luminoso de las comunidades de Apongo y Raccaya y trasladados con amenazas, hasta Umasi.
Entre los secuestrados habían estudiantes de la escuela primaria de Apongo y Raccaya, 19 menores de edad, varones y mujeres, entre los 11 y 16 años que fueron asesinados la noche del 17 de octubre de 1983.
Conversamos con los familiares varias veces, en la oficina de EPAF, en San Juan de Lurigancho, en su local comunal en Jicamarca. Viajamos a Raccaya para conversar con los familiares, conocer sus historias personales; investigar el caso, realizar talleres con ellos sobre sus derechos, hicimos acompañamiento sicosocial. Los acompañamos en la conmemoración del día de la memoria, en el que representaban los hechos. Estuvimos con ellos, movilizándonos en Ayacucho, ante el Ministerio Público para avanzar en las investigaciones. Lo hicimos también en Lima exigiendo reparaciones dignas y compartimos en el Memorial El Ojo que Llora en fechas representativas como el 28 de agosto o el primero de noviembre.
Cuando tuvimos resultados de las identificaciones por ADN de algunas de las víctimas, conversamos una y otra vez con los familiares en Lima, Raccaya y Apongo, para explicarles lo complejo del proceso, para que entendieran por qué no era posible obtener más identificados y que no era culpa de ellos que no se pudieran identificar. Estuvimos en Ayacucho el día de la entrega de los cuerpos, planificada con mucha anticipación mientras se coordinaba con las autoridades. Viajamos juntos hasta Raccaya, para que sus seres queridos se despidieran desde sus hogares, de sus familias, de su pueblo. Los enterramos dignamente en ese hermoso mausoleo construido para ellos, con sus historias personales.
Caminamos a su lado y conocimos su dolor y su necesidad de justicia.
Por ello, cuando leí que el Colegiado B de la Sala Penal Nacional, daría lectura de sentencia el día lunes 25 de enero, en plena pandemia que no nos permite acompañarnos físicamente, pensé en el largo camino de las víctimas desde Apongo o Raccaya hasta Umasi, 25 km. en medio de la noche, quizás de hambre, con miedo. Pensé también en el camino de los familiares, no una, sino varias veces desde Raccaya hasta Umasi para buscarlos, para hablar con ellos y preguntarles dónde estaban enterrados, para ponerles velas y pedirles que les hablen para poder encontrarlos, la segunda o tercera vez que fueron a buscarlos para exhumarlos. Pensé en esa esperanza mantenida con esfuerzo, con unión, con movilización por derechos, en medio de un país que no hace mucho para entender del dolor, para respetar derechos o para indignarse frente a la impunidad.
La Sala Penal, después de más de tres años de juicio y 17 años de investigación penal, absolvió a los acusados: Humberto Bari Orbegozo, que era sindicado como autor intelectual -el otro acusado Enrique Millones Destefano, falleció durante el juicio- y a Jorge Carcovich Cortelezzi, entonces capitán jefe de la Base Militar de Canaria y responsable directo del operativo. Él, como muchos otros militares a quienes hemos visto y escuchado en tantos juicios, señaló y presentó documentos que indicaban que en la fecha de los hechos de Raccaya-Umasi, estaba en Lima en tratamiento médico, pese a que algunos raccayinos que lograron escaparse, lo identificaron y a que un ciudadano del lugar –que hacía limpieza en la base- lo escuchó directamente, hablar de los hechos y del asesinato de las víctimas.
Nadie fue sentenciado. Ni un militar de la Base Militar de Canaria, ubicada en el distrito de Canaria, en la provincia de Víctor Fajardo, región Ayacucho, fue sentenciado por este crimen. ¿Cómo es posible que en 17 años de investigación y juicio no se haya podido determinar la identificación de quienes participaron directamente en este asesinato? ¿Quiénes, entonces, fueron los responsables de asesinar a 41 adultos y niños en Umasi? Ni el Ministerio de Defensa ni el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas fueron diligentes para brindar información de quienes prestaron servicio en la base de Canaria en octubre de 1983. No hubo nadie desde el Estado para brindar esa información necesaria para que la justicia no les sea mezquina a los familiares. Nadie.
Quizás esta pandemia que nos angustia, que ocupa nuestros días entre la preocupación de no contagiarnos, de cuidar a la familia, de buscar ingresos para sobrevivir; ha hecho que no reaccionemos lo suficiente ante tamaña impunidad. Quizás, el mejor aliado de este silencio de instituciones del Estado para no brindar información, de jueces que no llegan a la verdad ni garantizan justicia, es este tiempo donde no podemos movilizar nuestras consciencias para que la muerte de 41 peruanos y peruanas, hace 37 años, nos siga doliendo como a sus seres queridos.
Hay una deuda enorme del Estado peruano con cada una de las víctimas de la época del terror que vivimos entre 1980 y el año 2000. Hay muchos derechos que el estado no garantiza; pasan los años y no son garantía de que avanzaremos hacia esa verdad, hacia la justicia que nos debería hermanar.
Duele la impunidad como duele el olvido. Raccaya, sus víctimas, el hijo de doña Elena Zuica, quien con sus 92 años, subió la cuesta en Apongo, camino al cementerio para enterrar a su hijo Félix Chipana, no se merecen el sistema de justicia que tenemos. No se merecieron la muerte que tuvieron, ni los años de desaparecidos ni la impunidad que aún sigue siendo regla en nuestro país de muertos.
Duele la vida que transcurre, por años, sostenida de ese pequeño hilo que es la esperanza, Duele la muerte de algunos padres que se fueron sin tener justicia. Duele.