Opinión

La izquierda, fuera de juego

Por Jorge Frisancho

Escritor

La izquierda, fuera de juegoFoto: Frente Amplio

Una facción significativa de la izquierda peruana (hasta dónde cualquier facción de la izquierda peruana puede ser descrita de esa manera, claro) arguyó que vacar a Vizcarra era una buena táctica en la lucha contra la hegemonía derechista en el Estado. Esa facción, para la cual una defensa mínima de la institucionalidad y de los procedimientos democráticos es "ponerse de furgón de cola de la derecha", se puso de furgón de cola de los Cuellos Blancos y colaboró con el establecimiento del gobierno de Manuel Merino, un putsch mafioso donde la hegemonía derechista no solo no reculó, sino que apareció endurecida.

De no ser por circunstancias que nadie predijo (aunque eran, quizás, predecibles), ese hubiera sido el gobierno del Perú. Una alianza entre las mafias políticas y la ultraderecha hubiera quedado a cargo de las próximas elecciones, los nombramientos judiciales y la legislación, y en control completo del aparato administrativo y fiscalizador. Lo que lo impidió fue una ciudadanía que vio la jugada con claridad desde el primer momento, y de manera espontánea, orgánica, social antes que política, decidió confrontarla.

En la calle, a fuego, a un costo de sangre, pagando un precio que dolerá por mucho tiempo, decenas de miles de peruanos salieron a hacer aquello que la izquierda parlamentaria no hizo y no termina de admitir como una de sus tareas. Los jóvenes, los ciudadanos, las decenas de miles de peruanos que detuvieron el golpe, lo hicieron en nombre de una versión ideal de la República del Perú, en nombre de su más básica posibilidad como república, no contra ella sino en contra de su captura por los agentes de la corrupción.

Defender la política

Es que sin esa defensa mínima del espacio en el que hacemos política, los ciudadanos no tenemos nada. Lo que hay del otro lado es un río revuelto en el que no nos tocará pescar, pero sí ahogarnos. Sin esa defensa, no hay ningún piso sobre el cual apoyar un programa de transformación, la demanda de un nuevo orden constitucional o la construcción de poderes alternativos. Simplemente, no lo hay: la tarea es construirlo, no lanzarse —desde una cómoda curul, por lo demás— al vacío de lo que no se ha construido. Esa es una lección que la izquierda peruana debería haber aprendido de sus muchas derrotas de los años 90, y al parecer no lo ha hecho (no es la única: también debería haber aprendido que no avanza, sino que retrocede y traiciona, cuando confunde "poder" con "ministerio").

Al final, y después de un apresurado y concertado veto a la mera posibilidad de tener una Presidenta encargada con trayectoria izquierdista, feminista y de activismo en los Derechos Humanos, el Perú tiene hoy un gobierno de transición que buscará operar desde el "centro", sobre la base de "amplios consensos". Pero como el centro no existe y "consenso" tiende a significar lo que decidan los medios, para todo efecto práctico este gobierno de transición será hegemonizado por la derecha. Y será la misma derecha empresarial, mediática y politológica de siempre, dispuesta a negociar y transar con las mafias cuando la coyuntura es menos candente. Sus agentes de nuevo rostro se han encontrado ahora, casi de manera fortuita, con una auténtica oportunidad de acumular capital político en la ruta a las próximas elecciones y reencauchar su hegemonía el próximo quinquenio.

Por supuesto, este gobierno estará bajo permanente asedio por las mafias políticas, que quizá puedan recomponer una mayoría operativa en el Congreso, y en eso habrá que defenderlo. Pero las enfrentará desde una posición más sólida que la de Vizcarra, en parte por su propia, auténtica legitimidad para un mandato estrecho y bien definido, y en parte porque luego de su fracasada intentona, los brazos políticos de las variadas mafias han quedado más fragmentados que antes, desorientados y a la defensiva.

Pero el factor más importante en los próximos días y semanas seguirá siendo la calle. La función de fondo del gobierno de Francisco Sagasti, la que nunca se hará explícita pero sin duda explica los cubileteos, contramarchas y contorsiones del fin de semana, es ponerle tapón a las energías de la protesta. En ese orden de cosas, su prueba de fuego es cuán bien consigue administrar la diferencia entre represión y contención: en esa diferencia reside su capacidad de evitar que una protesta mayormente social se convierta en una protesta específicamente política, con reclamos puntuales que transiten de la espontánea oposición a la captura del Estado por las mafias corruptas, a una demanda de su transformación fundamental.

Contra la desmovilización

El primer examen en esa prueba de fuego será el manejo que el nuevo gobierno haga, en los próximos días, de la demanda de justicia para las víctimas de la brutalidad policial durante las jornadas de lucha y cómo resuelva la situación de los jóvenes desaparecidos. Más allá de ese tema (doloroso y urgente), es claro que la necesidad de un nuevo proceso constituyente, una bandera largamente agitada desde la izquierda, se hizo más nítida para la ciudadanía en general. Hoy el tema tiene más peso que ayer en la agenda nacional, y es posible que continúe ganando impulso, en especial si la protesta no se desmoviliza.

Desmovilizar la protesta, entonces, será la tarea política central de este gobierno de transición derechista, si ha de tenderle un puente al statu quo desde ahora hasta abril (y si la derecha en general ha de capitalizar en las elecciones que vienen para renovar su gestión sin que cambien las cosas). Y si en lo que respecta al asedio de las mafias el gobierno de Sagasti debe ser apoyado y defendido, en esto último sería necesario, desde el punto de vista de la izquierda, hacerle oposición.

El problema es que distinguir entre una cosa y otra requiere hilar bastante fino en el terreno táctico mientras se mantiene un horizonte estratégico bien definido, en vez de cambiar de baile según cambie la música de la coyuntura, y esa es una capacidad que la izquierda ha demostrado no tener en abundancia. Además, con la abisal irresponsabilidad de sus propias acciones, al ponerse de furgón de cola de los Cuellos Blancos solo para recular a toda prisa al día siguiente, vía tuits combativamente opuestos a su propia obra, una parte importante de la izquierda peruana se reveló sin remedio como parte del problema.

En el momento mismo en que una de sus banderas fundamentales, la nueva constitución, empieza a adquirir el consenso social que le faltaba, la izquierda parlamentaria ha abdicado la representación política de la protesta social, una protesta cuyo carácter y dimensiones no entiende y a la que solo parece haber visto como los políticos tradicionales ven a su clientela. Para recuperarla deberá navegar contracorriente, y no queda claro que tenga los recursos para hacerlo. Más bien, que la protesta llegue a tener una expresión política viable en el corto o mediano plazo dependerá de los liderazgos que surjan de ella misma y de las organizaciones que se articulen genuinamente a sus energías y demandas.

Entre tanto, la izquierda parlamentaria y todos los que junto a ella creyeron que con la vacancia de Vizcarra algo se ganaba, deberán encontrar la forma de ya no seguir hablando en círculos y frente a un espejo, y asumir las consecuencias de haber confundido un cohetecillo con un petardo, y para colmo habérselo lanzado al propio pie.