La potencia política de los pobres
Escritor
La mejor definición que conozco del neoliberalismo —al menos, la más clara y sucinta— dice más o menos así: el neoliberalismo es lo que sucede cuando la hegemonía del capital opera sin resistencia efectiva de las clases trabajadoras.
En el Perú hemos visto mucho de eso en años recientes. El poder económico, el poder social y el poder político se han concentrado de tal forma que resulta inimaginable verlos alguna vez funcionar a favor de las mayorías. Su lógica cada vez más descarnada es la de apuntalar la dominación y explotación de personas y territorios, y a ello se orientan no solo los mecanismos formales del Estado, la institucionalidad republicana y la ley, sino también una compleja trama de informalidades y corrupciones que ha terminado por absorber casi la totalidad de la vida peruana.
Esta consolidación del poder capitalista fue posible, en buena parte, por el profundo repliegue de las organizaciones sociales y políticas de los trabajadores y su carencia de representación real en los espacios deliberativos. Tal repliegue a su vez fue el resultado de una ofensiva multifacética que incluyó tanto la captura efectiva del Estado y sus organismos como la difusión de consensos ideológicos neoliberales en todo el cuerpo social (además, por supuesto, de la represión directa y violenta de la protesta). Sin esa ofensiva y ese repliegue, las tres últimas décadas hubieran sido muy distintas en el país.
Las elecciones presidenciales de este año indican que esa situación está empezando a cambiar. El dique que contenía el pasaje de las demandas, deseos e intereses de las clases trabajadoras a la representación política efectiva se ha resquebrajado, y el subsecuente desborde anuncia una democratización real de la forma en que el Perú se administra y gobierna.
Para mí, esa es la lección principal del proceso aún en curso: los resultados obtenidos por Pedro Castillo revelan la renovada potencia política de los pobres, algo que desde hace mucho tiempo no habíamos visto y que constituye ya, en sí mismo, un cambio fundamental.
Aunque empecé hablando de “las clases trabajadoras”, he escrito aquí “los pobres” a sabiendas. Lo que el éxito electoral de Pedro Castillo pone en primer plano es a la vez algo más y algo menos que un proyecto de clase a la vieja usanza. Aunque emerge en considerable medida de redes y organizaciones sociales del campo popular, como las rondas campesinas y los sindicatos de maestros, y lleva el logo de un partido político que se postula marxista-leninista al modo ortodoxo, lo que la candidatura del profesor ha articulado —en especial en la segunda vuelta— es un malestar más difuso y menos programático del que podría colegirse a partir de aquellas raíces, y lo que convocará cuando llegue a Palacio está bastante menos definido de lo que sus enemigos creen.
El mandato es, sin duda, uno de transformación, incluso de transformación radical, y solo podrá ser ejecutado en la medida en que el eventual gobierno se mantenga alineado con los reclamos básicos de sus votantes y pueda apoyarse en su movilización durante las confrontaciones que vendrán. Pero esa es una cuestión de principios; fuera de ellos, los lineamientos específicos que han de definir ese gobierno están aún abiertos y son susceptibles de negociación (los lineamientos específicos, digo; los principios no lo deberían ser).
Esto perfila al mismo tiempo —si se me permite usar un viejo cliché de nuestro mejor liberalismo— un problema y una posibilidad. Un problema, porque los incentivos del statu quo se cuelan precisamente a través de las brechas de la indefinición ideológica, el desarraigo social y la orfandad política, como se ha visto más de una vez en la historia peruana reciente. Una posibilidad, porque las condiciones reales en las que esa transformación deberá echarse a andar —con un Congreso de mayoría opositora aunque dispersa, un porcentaje significativo de la ciudadanía al que le está costando reconocerle legitimidad, una derecha que se radicaliza aceleradamente y todos los poderes fácticos furiosamente en contra— demandan diseño flexible, pragmatismo y apertura al diálogo, y mucho de lo que pueda lograrse surgirá inevitablemente de la práctica misma antes que de tal o cual programa predefinido.
Nada de lo anterior cambia el carácter de lo que está ocurriendo. Por primera vez en mucho tiempo, lo que marca el pulso de la política peruana es la emergencia de un bloque masivo de genuina oposición a la gobernanza neoliberal, con verdadera representación política para quienes hasta ahora solo han sufrido sus consecuencias. El hecho mismo de que hoy sea viable hablar de la negociación de políticas de Estado que hasta hace tan poco parecían inamovibles es ya una significativa señal de cambio. Y el que esa negociación —esa confrontación de fuerzas— se plantee sobre las fallas tectónicas más constantes de nuestra imaginación histórica, como las que delinean el vínculo entre el país rural y el país urbano, la capital y las provincias, la gestión tecnocrática y la protesta social, habla claramente de su profundidad y su alcance.
En un país de tantas y tan trágicas oportunidades perdidas, quiero creer que esta no será simplemente una más de la serie que nos ha traído hasta aquí, y que la forma que en última instancia ha de adoptar esta renovada potencia política inaugurará un futuro distinto del que hasta hace tan poco parecíamos destinados.