La rabia permitida y la no permitida
Comunicadora y antropóloga
Hace dos años, los seguidores del republicano Donald Trump tomaron el Capitolio en Washington DC, no contentos con el resultado electoral y tratando de impedir la toma de mando del demócrata Joe Biden, alentados por tweets del mismísimo Trump, de su asesor ultra conservador Steve Bannon y organizados vía redes sociales. Entre los ciudadanos que protestaban, agitando y vistiendo la bandera nacional, había también militares en ejercicio y exmilitares. Se trataba de un cierto pueblo estadounidense en shock frente a los resultados de la rotación normal del poder siguiendo las reglas del juego democrático, que sentía que estos resultados ponían en riesgo a la nación en su conjunto y, en nombre de ella, justificaban sus acciones. Ante la rabia, frustración y miedo de cara a los resultados, no encontraron líderes que, con el ejemplo y regulando sus propias emociones, los ayudasen a encontrar la ruta hacia la calma y modelasen para ellos modos menos violentos de hacer oposición, respetando las reglas de juego y las instituciones que las sostienen. Trump no reconoció su derrota, ni siguió los protocolos de entrega de mando y se fue a Miami. Desde antes, durante la campaña electoral, fue sembrando la idea de que el proceso era fraudulento, que le querían robar el voto, y luego de su derrota exteriorizó sus emociones vía tweets. Pataleta, cobardía (disfrazada de valentía) y huida: Trump pateó el tablero en lugar de seguir jugando. O mejor dicho, pateó el tablero porque ese parece ser el nuevo modo de jugar: si pierdo, entonces lo siguiente es cuestionar y tratar de cambiar las reglas para que el juego siempre sea a mi favor. Y si no puedo hacerlo, lo niego, no existe, me voy, y me llevo conmigo mi resentimiento a que siga fermentando y estalle en algún futuro cercano.
Dos años después, este enero comenzó con una situación similar: la toma de varios edificios gubernamentales en Brasilia, capital de Brasil, aunque con diferencias que otros analistas y medios ya han señalado. Este evento fue más concurrido que el anterior, ocurrió en un espacio más abierto y menos resguardado que el Capitolio. Se dio además cuando ya Lula Da Silva es presidente, luego de la toma de mando, al parecer como una medida de fuerza o un mensaje a su gobierno. Jair Bolsonaro, quien iba a la reelección, no reconoce su derrota, no pasa la banda presidencial a Lula y huye a Miami, donde, por cierto, también está Trump. Los ciudadanos brasileros que irrumpen en estos edificios llevan banderas de su país y están alentados no solo por sus propios líderes, sino que también se organizan y planean esta toma vía redes sociales con quienes participaron e impulsaron la toma del Capitolio, como por ejemplo Steve Bannon, que colabora compartiendo estrategias y tácticas con ellos.
El efecto del comportamiento de los líderes en los seguidores es cada vez más fuerte, pero no porque estos sean ovejas ni ganado que sigue al pastor sin pensar. Lo que tienen en común los líderes y aquellos ciudadanos que optan por esta manera de reaccionar pareciera ser una falta de herramientas emocionales para encontrar una ruta hacia la calma, para trabajar la frustración en espacios de reflexión y reparación, y para moverse en tonos grises y no en dos extremos (júbilo o rabia). Para actuar desde la aceptación primero y el reconocimiento al otro, en lugar de actuar desde esa furia contenida, que cuando puede, emerge de nuevo para insistir en que tienen la razón, más aún cuando se va validando por la repetición: es la historia que justifica que ellos hagan lo que hacen.
Por supuesto que estos modos de actuar de los candidatos que pierden no son ni remotamente nuevos ni exclusivos de Trump, Bolsonaro o de la derecha, los hemos visto en contadas ocasiones en el Perú y en otros lugares. Tampoco se circunscriben a lo político electoral.
Por ejemplo, en las elecciones presidenciales de 2011 en el Perú, pasaron a segunda vuelta Ollanta Humala y Keiko Fujimori, elección calificada en ese entonces por Mario Vargas Llosa como tener que optar entre “el cáncer” y “el sida”. Pedro Pablo Kuczynski quedó en tercer lugar. Los votantes más radicales de PPK, los llamados “PPKausas”, participaron también en actos violentos como insultar desde sus automóviles a quienes celebraban el pase de Ollanta Humala a la segunda vuelta y por ahí hubo algún disturbio más grande. Obviamente esto no es nada comparado con la escala de lo del Capitolio o de Brasilia. Pero yo no estoy aquí tratando de hacer una equivalencia. __Lo que me interesa es enfocarme en el modo de reacción: desde la rabia y hacia la violencia sumada a otras variables siempre presentes de racismo y clasismo. Esa es la comparación y conexión que me interesa examinar, y que no se circunscribe a un territorio, ni a un momento en particular, me interesa abrir la mirada y conectar cosa__s.
Siguiendo con el ejemplo, los seguidores de PPK también querían cambiar las reglas de juego: empezaron a recolectar firmas para exigir a los organismos electorales que en las segundas vueltas la opción fuera decidir entre los tres primeros candidatos y no solo entre los dos con mayor votación. Estos ciudadanos sentían que podían hacerlo. Les tomó meses volver al presente y dejar de habitar el pasado: la negación de la realidad de un proceso y sus resultados. Keiko Fujimori también se tomó algunos días en reconocer su derrota.
Si vamos a la historia más reciente, la toma de mando de Pedro Castillo es también ilustrativa. Vamos un poquito más atrás. Cuando PPK fue electo en 2016 y luego renunció un tiempo después, lo reemplazó su vicepresidente, que a su vez fue vacado por el congreso acusado de corrupción y en medio del primer año de pandemia. Después de su vacancia y de la muy corta presidencia de solo cinco días de Manuel Merino, lo reemplazó el entonces congresista del Partido Morado, Francisco Sagasti, quien gobernó por varios meses. Cuando llegó el momento de la toma de mando de Pedro Castillo, la nueva presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, no lo dejó entrar al hemiciclo y hacer entrega de la banda presidencial al nuevo Presidente. Y también, esta misma ciudadana y congresista electa, unos días después trató con un gesto despectivo al nuevo Presidente, imagen que se hizo viral en su momento pues mostraba las fronteras de clase y raza que como sociedad preferimos también negar.
Los actos simbólicos, importantes ritos políticos, dependen cada vez más de los humores individuales de quienes momentáneamente tienen (o pierden) el poder. La no aceptación del contrincante (del otro) que los líderes modelan y validan en sus seguidores es un gran problema. Y decía que no pasa solo en política; va salpicando de aquí a allá. Pensemos, por ejemplo, en los más de 200 mil franceses que firmaron una petición para repetir la final de la Copa del Mundo contra Argentina, porque no estaban de acuerdo con el manejo del árbitro en algunas de las jugadas.
Es, entonces, una tendencia creciente en las últimas décadas, y muy de este nuevo milenio, en el que los modos de comunicarnos han cambiado también radicalmente, con redes sociales, celulares y algoritmos que controlan lo que vemos. Encontramos unos niveles de intolerancia política generalizada y de polarización exacerbada algorítmicamente por los modos en los que nos comunicamos. Las burbujas digitales en las que vivimos suelen solo mostrarnos lo afín a nosotros, y frente algo distinto, estallamos en furia.
Son también ya más de 30 años de neoliberalismo y la ley del mercado como aquello que determina todo lo demás. Los efectos de este modelo, ya no solo son visibles en los países “en desarrollo” sino también en los centros de poder que lo exportan como Estados Unidos: vivimos en condiciones de incertidumbre económica, precariedad laboral, en una constante sensación de no tener control de lo que pasa, en una abundancia de mensajes y de información que nos deja más desinformados que nunca, y un deterioro acelerado de la salud (a pesar de todos los avances tecnológicos). Y ni empecemos a hablar del cambio climático también producto de las actividades y lógicas extractivas y el consumismo en el que vivimos. Hay mucho descontento. Para Gabor Maté, autor del libro “El Mito de la Normalidad: trauma, enfermedad y sanación en una cultura tóxica”, lo que vemos no es la anormalidad que el sistema produce sino su normalidad. Llevamos al poder a sociópatas, mentirosos y narcisos, y nos comportamos -cada vez más- como tales en nuestra vida diaria. Y, claro está, los efectos de este sistema no son distribuidos de manera igualitaria, así como tampoco lo son los beneficios económicos de este modelo.
Si estas son las formas de comportarse de los que la política reconoce como ciudadanos, ¿qué pasa con aquellos que históricamente no reconoce como tales?, ¿qué pasa con los indígenas, los cuerpos marrones y negros, los campesinos, los pobres, los marginados?
Ellos no pueden hacer pataleta ni desregularse emocionalmente, no les está permitido. Para ellos, la mano dura; si lloras, te ignoro y digo que no entiendo por qué te quejas. Y si sigues, te pego hasta matarte o te meto bala de frente y en la frente, o en el corazón. No hay espacio para su humanidad ni cuando siguen las reglas del juego, porque entonces votan como ignorantes, ni cuando patean el tablero, porque las protecciones a sus cuerpos no son las mismas de las que otros gozan. Ellos a quienes, como dice el cantante Joaquín Sabina, les sobran los motivos para reaccionar desde la rabia desregulada pues, entre otras cosas, en el Perú recién fueron reconocidos como ciudadanos, en el papel, con la Reforma Agraria en la década de 1970, es decir, ciento cincuenta años después de la independencia del Perú. Como decía el historiador Alberto Flores Galindo, hemos sido la mayor parte de nuestra historia independiente, una “república sin ciudadanos”, una sociedad de siervos y señores. Y ahora mismo, no son tan ciudadanos como aquellos que tienen nombre y no son solo números y que pueden protestar violentamente en el Perú (o en Brasil o en Washington) sabiendo que la policía no irá a dispararles al cuerpo.
El protagonista de la novela más reciente (2022) del escritor Gustavo Rodríguez dice, hablando de los cambios sociales en el Perú en las últimas décadas, que sus hijas han nacido en otro país del que él nació, “en el mismo territorio, pero en otro país”. Si bien hay muchas cosas que han cambiado en el tiempo, yo considero que sigue siendo el mismo territorio pero ahorita mismo, son dos países (¡o más!). Como en la colonia, parece haber una república de españoles y otra de indios, unos ciudadanos y otros a los que persistentemente se les niega humanidad y ciudadanía. A veces es difícil no pensar en que en parte seguimos muy determinados por el peso de las historias que negamos.
¿Cuándo vamos a parar? ¿Cuándo descubriremos finalmente como sociedad, que permanentemente estamos creando la pesadilla de la que todos queremos escapar? ¿Cuándo saldremos de la rabia, el miedo y la violencia para poder reconocernos como humanxs? Ya lo decían los budistas, y ahora lo repiten coaches, astrólogos de todo tipo, psicólogos y bien haríamos en escucharles: lo que creemos, creamos; como es adentro es afuera. No ganamos si matamos, no estamos separados. Lo micropolítico (mi casa, mi vida privada y mis privilegios) y lo macropolítico tampoco están separados. Estamos modelando estos comportamientos para nuestrxs hijxs que no aprenden porque les digamos “pide perdón” o “sé amable” o “comparte” y “juega con todos los niños”, sino viendo lo que hacemos. Lo repito: aprenden de lo que hacemos, no de lo que les decimos a ellos que hagan. Aprenden de cómo regulamos nosotros nuestras emociones, cómo damos el ejemplo. Están aprendiendo cada día que no todos somos igualmente humanos. En sus cuerpos están imprimiéndose –desigualmente, pero en todos– nuevos traumas transgeneracionales. Están aprendiendo lecciones que no los ayudarán a sobrevivir y vivir en paz en un mundo cada vez más convulsionado. Hasta cuándo gentes…