Opinión

La Revolución Francesa de 1789, ¿quiénes la hicieron?

Por Nicanor Domínguez

Historiador

La Revolución Francesa de 1789, ¿quiénes la hicieron?Foto: Auguste Couder - Joconde database

La convocatoria a los “Estados Generales” se hizo oficialmente por un edicto real (24 de enero). Debian elegirse 1,200 diputados: 300 del “Primer Estado” (el clero, compuesto por unos 100,000 individuos), 300 del “Segundo Estado” (la nobleza, 400,000 hombres y mujeres) y 600 del “Tercer Estado” (el pueblo o “estado llano”, 28 millones de franceses, más de 20 millones campesinos). Las elecciones fueron separadas, por “estamento”, y se realizaron en paralelo durante el mes de abril. Los representantes de cada grupo recibieron instrucciones escritas de sus electores, los “cuadernos de quejas” (‘cahiers de doléances’). El “estado llano” eligió a sus representantes de manera indirecta, en base a tres jurisdicciones fiscales (ciudades, barrios y parroquias), siendo los votantes (luego llamados “ciudadanos activos”) los varones mayores de 25 años, con propiedades registradas en las listas de contribuyentes. Cada 100 votantes elegían uno o dos delegados, quienes formaban la asamblea electoral de su jurisdicción y, a su vez, elegían a los electores para otra asamblea de nivel provincial (del ‘bailío’ o ‘bailazgo’). En esta segunda asamblea se elegían los diputados. Por su peso demográfico, París fue la ciudad con mayor representación, siendo dividida en 60 distritos electorales.

Mientras la crisis agrícola de 1788-1789 hacía escasear los alimentos y subir los precios, los críticos del sistema político existente --que luego sería denominado ‘Ancien régime’, el “Antiguo régimen”-- publicaban folletos proponiendo salidas a los problemas del país. El más famoso fue el que escribiera el ‘abate’ (sacerdote) Emmanuel Joseph Sieyès, titulado ‘¿Qué es el Tercer Estado?’, difundido en febrero de 1789. Este y otros textos expresaban la ambición política del segmento superior del “pueblo” francés, el más rico y educado, de presentarse como el representante y defensor de toda la “nación”, frente a los grupos privilegiados y ante la monarquía. Desde mediados del siglo XIX, los historiadores se han referido retrospectivamente a estos sectores como una “burguesía”, una clase social con creciente poder económico, en busca de acceder al poder político.

Las asambleas electorales de abril de 1789 designaron 1,139 diputados (o, según otro cálculo, 1,163 representantes): 291 (o 303) del clero (unos 50 eran obispos y miembros del ‘alto clero’, hijos de familias nobles, siendo la mayoría del ‘bajo clero’, muchos favorables a las reformas), 270 (o 282) de la nobleza (la mayoría cortesanos, solo 30 altos mandos del ejército, pero 90 de ellos considerados “patriotas” o liberales) y 578 del “tercer estado” (aproximadamente 400 eran ‘hombres de leyes’ --200 abogados, el resto notarios, oficiales locales, magistrados--, otros 50 eran médicos, casi 50 comerciantes y artesanos, hasta 50 terratenientes, 20 eran formalmente nobles o sacerdotes de ideas reformistas, y solo 8 eran agricultores). No hubo ningún campesino, ni ningún trabajador urbano.

Todos estos delegados se reunieron por primera vez en el palacio de Versalles, el 5 de mayo de 1789, convocados estrictamente para discutir la situación fiscal de la monarquía y autorizar nuevos impuestos. No es lo que la mayoría de los diputados pensaba que se debía hacer, especialmente los del “Tercer Estado”. Las tensiones entre los tres “estamentos” y con el rey Luis XVI son el foco de la historia tradicional sobre la Revolución Francesa. Los diputados reformistas se autoproclamaron (490 votos a favor, 90 en contra) como “Asamblea Nacional” (17 de junio). Al impedírseles la entrada al salón usual de reuniones, los diputados hicieron el “Juramento del Juego de Pelota” (por el lugar alternativo en el palacio donde se reunieron): juraron no separarse hasta elaborar una Constitución para el reino (20 de junio). El rey terminó aceptando estos cambios (28 de junio) y los diputados formalmente adoptaron el nombre de “Asamblea Nacional Constituyente” (9 de julio). Esta nueva institución continuó por más de dos años, hasta el 30 de setiembre de 1791.

La movilización popular parisina del 14 de julio, con la “toma de la Bastilla”, fue la primera acción directa en defensa del proceso político que estaba en peligro de ser cancelado en Versalles. El desafiante accionar de los diputados del “estado llano” fue posible por el apoyo con el que contaban de las asambleas que los habían elegido. Muchas de ellas habían continuado reuniéndose, especialmente en París. En ellas se fue conformando, durante aquellos agitados meses de 1789, lo que historiadores como el francés Jacques Godechot han llamado “la mentalidad revolucionaria” (1965, 1985, pp. 34-37).

Decía Godechot: “La inquietud por el futuro, la incertidumbre, el descontento, predisponen la mentalidad revolucionaria. Falta que las masas inquietas puedan hallar las razones y el porqué de sus miserias. Naturalmente, no pueden suponer que la coyuntura económica, la evolución demográfica, los desequilibrios sociales, sean las causas profundas de sus dificultades. Incluso los hombres más al corriente de los problemas políticos y sociales de la época, rara vez tenían conciencia de las causas profundas del malestar social. Estos hombres explicaban a las masas las razones de sus inquietudes de un modo mucho más asequible para ellas. En el siglo XVI se ponían los problemas religiosos en primer plano, ya se tratase de la corrupción de la Iglesia católica, o de las herejías de los protestantes. A partir de mediados del siglo XVIII, los pensadores políticos, entonces llamados “filósofos” [‘philosophes’], acusaron al régimen político de “feudal”, quizá de modo inexacto a los ojos de los juristas, pero que, sin embargo, era un régimen basado en la desigualdad y los privilegios, en la preponderancia de la nobleza y el clero, en una organización legislativa y jurídica tradicional e irracional. Y las ideas de los “filósofos”, propagadas por miles de libros, folletos, periódicos, logias masónicas, sociedades de pensamiento de cualquier tipo, terminaron por introducirse hasta en el más remoto de los pueblos. Se acusó entonces al régimen y se reclamó el cambio, con vigor creciente e ininterrumpido, a partir de los años 1770” (p.34).

Pero, nos advierte Godechot: “del descontento general y de un espíritu reivindicativo ampliamente extendido, a la formación de una mentalidad de agresión, hay un largo trecho. Las manifestaciones revolucionarias, efectivamente, no están organizadas por ‘muchedumbres’, sino por ‘asambleas’.” Para explicar este tránsito, recurre al historiador Georges Lefebvre [1874-1959], quien propuso esa distinción, definiendo: “la muchedumbre como un grupo numeroso de individuos que se encuentran reunidos casualmente en un mismo lugar, sin una voluntad común precisa y sin organización. La muchedumbre representa una desintegración de los grupos sociales habituales, se encuentran reunidos en ella individuos que normalmente no viven juntos, artesanos que han abandonado su taller, burgueses que han dejado la tienda o el despacho, campesinos llegados del campo. Resulta muy difícil que una muchedumbre, incluso cuando está marcada por las mismas preocupaciones, las mismas inquietudes, pase a una acción coordinada” (p.35).

Y continúa: “Entre la muchedumbre de algún modo en “estado puro”, por ejemplo, la que pasea los domingos por la mañana por los bulevares, y la asamblea formada con una finalidad de tipo político, existe lo que Lefebvre llama las ‘agrupaciones semivoluntarias’. Se trata de muchedumbres que se han reunido por unos motivos concretos y entre las cuales las noticias o las consignas se propagan con gran rapidez y entre las que se pueden provocar asambleas con objetivos revolucionarios: por ejemplo, las muchedumbres presentes en ferias y mercados, las que hacen cola ante las puertas de las tiendas, las que salen de la iglesia, las que asisten a reuniones recreativas, fiestas o espectáculos y, naturalmente, las convocadas para fines electorales. Se trata de agrupaciones semivoluntarias que pueden transformarse muy fácilmente en asambleas revolucionarias, y es fácil constatar que las revueltas y motines se producen preferentemente los domingo o los días de mercado. Pero, además de las asambleas surgidas de agrupaciones semivoluntarias, también existen asambleas organizadas intencionalmente por clubs, asociaciones, organizaciones públicas o clandestinas” (p.35).

¿Cómo viajaba la información? Dice Godechot: “Dentro de estas muchedumbres y de estas asambleas, generalmente las noticias se transmiten mediante la conversación. En el último tercio del siglo XVIII, la instrucción era aún escasa y se leía poco. Sólo una minoría leía el periódico, y eran los miembros de esta minoría quienes transmitían, a través de conversaciones, las noticias sabidas o leídas. Estas noticias eran ampliadas o minimizadas según si correspondían o no al estado de ánimo de las muchedumbres y a sus tradiciones, a veces de una antigüedad de varios siglos. Las noticias, en general, eran rápidamente deformadas, y estas deformaciones podían acarrear consecuencias absolutamente imprevisibles. Pero, además de las conversaciones, que constituyen el modo más habitual de transmitir las noticias, algunas personas --las dirigentes-- pueden intentar actuar sobre la muchedumbre con medios más eficaces. Nos hallamos entonces ante una autentica propaganda, ejercida mediante canciones, imágenes, dibujos o efigies de cera, madera, piedra o bronce” (p.36).

¿Cómo se movilizó el pueblo en 1789? Dice Godechot: “La muchedumbre, o más exactamente la agrupación semivoluntaria y la asamblea, no se desencadena más que en el caso de que se le presente de un modo muy simplificado el motivo que cristaliza sus preocupaciones y sus temores. El miedo aparece como el gran medio de actuar sobre las masas, y fundamentalmente el miedo al hambre. La designación del responsable, del “cabeza de turco”, puede, pues, provocar la acción de una masa contra tal individuo, inmueble o institución. De forma inversa, la designación del “salvador”, del hombre que puede terminar con la miseria o disipar el miedo, es también generadora de manifestaciones. Así pues, la inquietud, el miedo, la sospecha hacia los “responsables”, la confianza someramente concedida a este o aquel dirigente, son los grandes móviles que provocan las asambleas y son capaces de transformar estas en motines revolucionarios, susceptibles, en algunos casos, de alcanzar una sorprendente audacia, un espíritu ofensivo del que parecían totalmente incapaces los miembros de la asamblea, tomados individualmente. La agrupación revolucionaria ejerce sobre cada uno de sus miembros una fuerte presión, de la que le resulta muy difícil evadirse. Dentro de la asamblea revolucionaria parece desvanecerse el sentido de responsabilidad individual. Cada uno de los miembros de la asamblea se cree perdido entre la masa y, convencido de que no podrá ser reconocido, comete acciones que, aislado, jamás habría realizado, y si, más tarde, llega a ser conducido ante la justicia, no sale de su asombro ante el hecho. En la asamblea revolucionaria la violencia se propaga por contagio, los individuos pegan porque ven pegar. La asamblea revolucionaria puede alcanzar una eficacia que los especialistas del mantenimiento del orden difícilmente podían sospechar. En caso de victoria, los miembros de la asamblea se sienten solidarios, y tienden a establecer entre ellos organizaciones permanentes, a fin de asegurar los resultados obtenidos. Así es cómo, de la asamblea revolucionaria ocasional, se llega a la revolución organizada” (p.37).

En otras palabras, el apoyo del pueblo concientizado y organizado permitió que sus representantes pudieran desafiar y hacer frente a la oposición de los grupos privilegiados y la monarquía. Son ellos, dirigentes políticos y ciudadanos movilizados, los que hicieron la Revolución en 1789.

Referencias

Enmanuelle J. Sieyes [1748-1836], ‘¿Qué es el Tercer Estado?’ [1789]: < https://borisbarriosgonzalez.files.wordpress.com/2011/09/sieyes-que-es-el-tercer-estado.pdf >

Jacques Godechot [1907-1989], ‘Los orígenes de la Revolución Francesa’ [1965] (Madrid: SARPE, 1985).

Jacques Godechot [1907-1989], ‘Las Revoluciones (1770-1799)’ [1963] (Barcelona: Labor, 1969):