La última novela de Goyo Martínez
Psicólogo
En mis andanzas de lector durante la pandemia tuve el placer de leer la trilogía Pájaro Pinto de Gregorio Martínez. Compuesta por las novelas Orígenes, Canícula y Sabiduría, las 830 páginas que suman en total, tienen la resonancia de una conversa amical de sobremesa, después de un opíparo banquete frente al mar, alternando vinos y piscos iqueños.
Esta trilogía es la culminación del estilo prodigioso de Goyo Martínez, que saca conejos de la chistera (dígase metáforas y otras figuras literarias), sin mayores pretensiones que la de un zambo del sur tratando de entretener a sus patas. Y aunque desde el arranque el autor dice que está imitando a Guamán Puma de Ayala y su larguísima carta a su majestad Felipe III, en realidad estamos frente a un texto que trabaja (ojo, que aquí no hay espontaneísmo) la oralidad de los negros de la costa sur, de los mestizos del centro, de los limeños achorados, de los académicos gringos y hace hablar a cuanto escritor de la generación perdida, de los beatniks, la escuela de Frankfurt y los estructuralistas franceses haya admirado o rechazado en sus andares de ratón de biblioteca, aunque no de un solo hueco. Todo lo cual confirma que estamos ante el mejor escritor peruano contemporáneo.
Es entonces una larguísima narración desde los orígenes del alter ego de Goyo, Toribio Cutipa en Coyungo (nuestro Macondo, todavía inexplorado e inexplotado), sus travesuras en las aulas de Nasca, su arribo a Lima sandunguera por los terrenos baldíos de La Cantuta y San Marcos, hasta su desplazamiento por las Europas y universidades de Gringolandia, hablándonos de personas y personajes reales del mundillo de los poetas y narradores de los años 60 y 70, de los políticos de izquierda, sus divisiones y subdivisiones y las teorías que aprendió, desaprendió, refutó y volvió a descubrir, cotejándolas con el pensamiento clásico grecolatino y el no menos interesante del que se pergeñaba en las universidades medievales, el Renacimiento y la Ilustración. Efectivamente, en esta novela hay anécdota y chisme mezclados con historia política y económica, vida cotidiana y estructuras, individuos y clases, como quería hacer la historia Norbert Elías. Hay lingüística y gastronomía, debates enrevesados donde el hilo desaparece y vuelve diez o quince páginas después, como quien ha hecho un intermedio para hacer un brindis. Pero, ¿esto es posible? Como dice el crítico argentino Martín Kohan, la novela es el género literario más indefinido pero el más potente, justamente porque no tiene límites ni reglas precisos y por eso es el más fértil. Dice que es el género “más dispuesto a la experimentación, a la búsqueda, todo puede hacerse en la novela”. Eso por supuesto, no es ninguna novedad, porque yo recuerdo haber aprendido más marxismo en los debates de Abbadón el Exterminador de Ernesto Sábato, que en el manual de Politzer, gurú de los pekineses de San Agustín.
Es un relato arborescente, laberíntico, erudito (aunque muchos colones digan: eso ya lo escribió Borges), divertido, sicalíptico, socarrón, intraducible, saltarín, pirotécnico, que exige concentración, pero que relaja al mismo tiempo los músculos de la cara para expandirlos en estallidos frecuentes de risa. Porque si en la lectura de un texto no hay goce, no hay literatura, por más que el autor haya ganado numerosos premios. Cada uno de esos calificativos merece un párrafo aparte, con los ejemplos del texto que lo iluminen y yo lo haría, pero no tengo la sapiencia ni la paciencia de los críticos. Pero no me corro y pongo ejemplos tomados absolutamente al azar (notario de por medio), porque me parece muy mal que las reseñas periodísticas brinquen a los más altos encomios, por decir, y no te den siquiera a probar una cucharadita de esa ambrosía que dice haber saboreado el extasiado lector.
Veamos: “Ezra Pound, el más grande poeta del siglo XX, nacido en una ignorada aldea de Idaho, era hijo de una inuit, de los inuit establecidos en las islas y acantilados del estado de Washington, al norte de Oregón, según Jonathan Galassi, director de la editorial Farrar, Straus and Giroux. Así como Quintín Cutipa Condori, un día la madre de Ezra Pound también abandonó su isla, sin explicación alguna y se remontó, siguiendo el curso del Columbia River, hacia las alturas gélidas de Idaho y Montana, en busca de un incierto Coyungo, hasta que llegó a Hailey; pero el autor de Cantos, genial y mentiroso, fascista, siempre acotaba que sus progenitores eran inmigrantes ingleses, ambos; ni siquiera británico, sino ingleses, londinenses.” (Orígenes p. 138)
Sigamos: “En Coyungo todos lo conocían a Toribio Cutipa en persona de carne y hueso. Todos, excepto Gregorio Martínez, un alma perdida que vivía lejos de la ranchería, al otro lado del río, en Batanes (…) Por esto Goyo Martínez era por los cuatro costados un mostrenco completo y apenas, muy raramente, llegaba, mohino y espantado, a la ranchería de Coyungo, con una capacha húmeda colmada de camarones vivos para su padrino Bartolo Sejuro; porque como camaronero sí pintaba un poco Goyo Martínez, ahí sí llenaba bien su plana de garabatos con lápiz Faber Nº 2; llegaba a la ranchería escondiendo la cara, cachudo y feo, sin ningún roce social, vestido con un pantalón de cotona cruda, fruncido y culito, pasarrío, con tirantes de trapo, que a la vista era indumentaria de costura casera, y unos botines con lengüetas, hechura del potroso Porfirio Acuache…” (Canícula pp. 176-77)
Terminemos: “Entonces, en el apartado colindante, una mujer elegantísima, que escuchaba ansiosa ese intenso jadeo de perra copulando, tal vez con un lobo, quizás con un hombre peludo que le había levantado la falda y la aferraba desde atrás, rico, rico, se excitó sobre manera, perdió la cordura y, dispuesta al combate, a la guerra sin cuartel, llamó con un parpadeo de luz al atento mozo del restaurante, al guapo charapa Gilberto Bartens que antes había trabajado en el Rasputín de París, ese desveladero cosmopolita del jet set internacional, para decirle, despernancada y con una mirada perniciosa, mostrándole con una bajada de ojos la florecida orquídea turgente, que ella también ansiaba, por derecho propio, comerse entero el potaje que en ese momento disfrutaba la mujer del apartado vecino.” (Sabiduría p. 238)
Por eso y muchas cosas más -como dice la cancioncilla navideña de Luisito Aguilé- ya lo sabrán decir los críticos y otros profesionales serios, a mi modesto entender estamos delante de la versión peruana de ese monumental risco llamado Finnegans Wake que escribió Joyce y del cual han caído derribados los más guapos en comprensión lectora. Y por lo mismo, va a necesitar pronto de una edición crítica con índice onomástico y temático y muchas notas aclaratorias a pie de página, porque en diez años más, cuando todos los protagonistas se hayan muerto y la concentración de medios siga en manos de la extrema derecha, la muchachada no va a entender ni papa, como de alguna manera le ocurrió a El pez de Oro de Gamaliel Churata, que hoy sólo leen los iniciados.