Opinión

Lo que se juega en EE.UU.

Por Jorge Frisancho

Escritor

Lo que se juega en EE.UU.Foto: White House

Este martes, con el cierre de las ánforas de votación, terminará una fase del proceso electoral en los Estados Unidos y empezará la siguiente, que involucra tanto el conteo de los votos en todas las jurisdicciones como los numerosos litigios judiciales que se auguran en torno a él (muchos ya están en marcha). Los días y las semanas que vienen serán muy agitados, y la resolución final es incierta. Hay mucho en juego y el cliché no exagera: en ese país, estas elecciones se cuentan entre las más importantes de la historia.

La posibilidad de una victoria de Joe Biden parece señalar para algunos una ruta de retorno a la normalidad, ya sea de inmediato o luego de un periodo de reconstrucción. Desde esa perspectiva, la presidencia de Donald Trump se ve como un hito aberrante, un momento atípico fuera del curso normal de las cosas, y se puede pensar que bastaría deshacerse de ella y desarmar sus tinglados para solucionar el problema.

Ese es un error. Los últimos cuatro años representan el paroxismo de tendencias muy de fondo y de larga data en la política estadounidense, y aún si esas tendencias se atenuaran con un cambio de mando en la Casa Blanca, es poco probable que desaparezcan. En otras palabras, es posible que la presidencia de Trump no haya sido algo anormal, sino que constituya la expresión de una nueva norma, de la cual no habrá fácil escapatoria.

Una polarización asimétrica

Con frecuencia se observa que la característica más saltante en la vida política estadounidense de estos tiempos es su implacable polarización. Con menos frecuencia se señala que se trata de una polarización esencialmente asimétrica, con incentivos que empujan a los partidos en direcciones opuestas, y que esa asimetría amplifica al infinito su potencia. Este proceso se inició a mediados de los años 60, cuando se produjo un realineamiento de las coaliciones partidarias y se empezaron a forjar las identidades que hoy reconocemos para los partidos Republicano y Demócrata.

En un contexto de enorme agitación política y rápidas transformaciones demográficas, sociales, culturales y económicas, el Partido Demócrata —ya identificado con el estado de bienestar, cuyas bases estableció originalmente con el "New Deal" de los años 30— buscó expandir el electorado y ampliar el rango de cobertura de los derechos ciudadanos, aliándose con los movimientos sociales de protesta surgidos a su izquierda. Esta alianza tomó sobre todo la forma de una cooptación, en los que aquellos movimientos debieron renunciar a su horizonte radical a cambio de participación limitada en espacios de poder.

En respuesta, el Partido Republicano —ya sea por el cálculo de la dirigencia, por procesos y dinámicas autónomas en su base, o por una combinación de ambos factores— se afirmó no solo como el agente del gran capital, la pequeña burguesía (particularmente la de zonas rurales) y los sectores más tradicionalistas, sino también como el partido de la segregación racial. Esto le permitió incorporar a su tienda a amplios segmentos de la población blanca del Sur del país, que se convirtió desde entonces en su bastión electoral, y a los grupos marginales pero no insustanciales que antes diluían las candidaturas republicanas desde la extrema derecha.

Para decirlo de otro modo, a su coalición esencialmente conservadora, el Partido Republicano sumó una facción esencialmente reaccionaria, cuya radicalidad ha buscado acicatear a veces de maneras opacas y tangenciales y a veces desembozadas, pero que ha estado siempre desde entonces en el centro ineludible de sus discursos y sus prácticas.

Hablando estrictamente en términos de realpolitik, las estrategias derivadas del realineamiento republicano fueron mucho más exitosas. Han asegurado su dominio de la política en el Sur del país y una firme alianza con la derecha religiosa. Le han otorgado al partido una consistente cuota de poder objetivo, con el control de numerosas y muy determinantes instancias locales, estatales y federales. Le han provisto de un vocabulario muy efectivo para controlar el debate y la agenda. No es casualidad que cincuenta años más tarde, la forma en la que el Partido Republicano encara elecciones siga siendo esencialmente la misma.

La traición de los Demócratas

Quizá más importante que eso, sin embargo, es que el realineamiento político de los años 60 terminó poniendo a los Demócratas fundamentalmente a la defensiva. Confrontado con sucesivas debacles electorales en los años 70 y debiendo trabajar cada vez más cuesta arriba en un campo en el que sus rivales iban adquiriendo creciente hegemonía, el Partido Demócrata fue abandonando en la práctica sus originales banderas progresistas en busca del elusivo, ilusorio "centro" de un mapa dibujado por sus rivales (un "centro" que con cada ciclo electoral se ubica más a la derecha). Así han terminado gobernando, cuando les tocó, con una agenda enteramente contradictoria con su supuesta identidad política.

Los Demócratas han sido cómplices en el desmantelamiento del “Estado de bienestar” que alguna vez fue su marca, socavando sus propias bases y vaciándose de contenido. El TLC de América del Norte lo negoció y lo firmó Bill Clinton (y el resultado fue un rápido colapso del empleo y los salarios en el sector manufacturero). Fue también el gobierno de Clinton el que derogó la ley Glass-Steagall, dada en 1929 para regular la banca e impedir que se repita el calamitoso crack financiero de ese año (y el resultado fue la Gran Recesión de 2008, que precarizó y sigue precarizando a vastos sectores). El logro Demócrata más significativo en varias décadas, el sistema de salud conocido como Obamacare, es en realidad una versión reciclada de un plan Republicano (una "solución de mercado" con elaborados andamiajes para la industria privada e insuficiente cobertura para la población general). Hay una larga lista de etcéteras.

Pero no importa cuántas concesiones hicieran, cuánto se alinearan con los intereses del gran capital, o cuánto adecuaran su lenguaje, los Demócratas nunca encontraron interlocutores honestos. El incentivo para sus rivales continuó siendo el mismo: cerrar filas, cerrar puertas, radicalizarse hacia la derecha. Los Republicanos se han opuesto de forma cerril, brutal, a todas estas "adaptaciones", sin importar cuánto las promovieron ellos mismos. Lo han hecho porque saben que así ganan, y en esa lógica, ganar así se ha terminado convirtiendo en su identidad y su naturaleza (eso, y los recortes de impuestos al capital, la única política pública que han promovido con consistencia).

En suma: en un sistema político diseñado para fomentar la negociación y el compromiso, un sistema que solo puede funcionar en el largo plazo si se dan condiciones mínimas para el consenso, el Partido Republicano lleva cincuenta años pateando el tablero. Y por último, cuando ya no podía patearlo más, ha terminado incendiándolo.

Una inevitable deriva autoritaria

Las cosas, por supuesto, no son nunca tan lineales ni tan simples, y no se explican nunca por un solo factor (la política se parece más a la teoría del caos que a la geometría euclidiana), pero el hecho es este: las dinámicas y procesos que he resumido en las líneas anteriores se han convertido en características estructurales de la vida política estadounidense. Esa es la nueva norma a la que me referí, y eso es, en mi opinión, lo que Trump representa.

Esto tiene varias facetas. En primer lugar, es claro que en el trámite de alimentar su extremo reaccionario, el Partido Republicano ha dejado de ser una coalición. El proceso ha sido paulatino, pero ya está completo: la facción radical es el partido, y quienes no se alinean con ella quedan fuera. Nada o muy poco se negocia internamente; la sumisión de los antiguos "moderados" es absoluta.

El Partido Demócrata, mientras tanto, sigue siendo en esencia la misma coalición que se empezó a formar en los años 60, y aunque el ala izquierda ha cobrado nuevas fuerzas en estos últimos cuatro años y ha ganado terreno dentro del aparato partidario, el ala conservadora sigue siendo hegemónica y los "radicales" están existencialmente obligados a negociar con ella, pues no han podido consolidar una base de poder propia.

Más aún, el radicalismo de esos "radicales" es en realidad tenue. Circulan, sí, ideas de tinte socialdemócrata que hace poco hubieran sido anatema, y los consensos que emergen de la negociación interna se han movido considerablemente hacia la izquierda desde donde estaban hace una década. En meses recientes, además, ha habido escenas callejeras de confrontación, y en torno a ellas se han articulado discursos radicales que hace tiempo no se escuchaban.

Pero lo cierto es que esas confrontaciones callejeras emergen desde fuera del partido o desde sus márgenes, catalizadas por organizaciones que no son parte del aparato ni responden a su autoridad (y que en muchos contextos se oponen intensamente a él), y si bien muchas figuras públicas asumen su retórica, muy pocas asumen su combatividad; más bien, se apresuran a condenarla.

Mientras tanto, las propuestas políticas más "extremas" hoy sobre la mesa para un posible gobierno Demócrata, tales como eliminar el Colegio Electoral o aumentar del número de jueces en la Corte Suprema, operan todas dentro del orden establecido (enmienda constitucional, acto legislativo del Congreso, decretos presidenciales, etc.), y en esa medida lo reafirman. Son esencialmente conservadoras; en todo caso, no tienen nada de subversivas. Los Republicanos, en cambio, se mueven también aquí en la dirección contraria. La facción radical hegemónica en el partido no observa mayores delicadezas constitucionales, aun cuando hace de la Constitución un auténtico fetiche.

En defensa de sus espacios de poder, o en busca de expandirlos, la dirigencia Republicana está dispuesta a quebrar cualquier norma y pervertir el funcionamiento de cualquier institución, incluso cuando hacerlo contraviene el texto explícito de las leyes, y está dispuesta también a distorsionar el espacio público con un incesante aluvión de afirmaciones fraudulentas, "hechos alternativos" y estrepitosas mentiras.

Amplios sectores de la base, por su parte, están armados hasta los dientes y blanden sus armas de asalto con una voluntad abiertamente destructiva. En última instancia, tanto las figuras públicas del partido como las organizaciones que se articulan en su base han demostrado estar más que dispuestas a ejercer la violencia política para defender su dominio, y cada vez se vuelve más difícil no tomar sus amenazas en serio.

En alguna medida, esta situación recapitula las dinámicas que surgieron en los años 60 y puede interpretarse como su conclusión lógica. La coalición Demócrata tenía como objetivo expandir derechos fundamentales (la Ley del Voto y la Ley de Derechos Civiles son ambas de 1964, y es de consenso considerarlas como el punto de partida de los procesos que he descrito); la coalición Republicana buscaba impedirlo. De nuevo, realpolitik: dadas las transformaciones sociales y económicas de la posguerra, expandir el electorado y la franquicia ciudadana debía granjearles a los Demócratas una sólida mayoría electoral, duradera durante décadas; oponerse a ese proyecto ha sido y sigue siendo una necesidad existencial para los Republicanos.

Durante cinco décadas, el Partido Republicano ha desplegado todas las armas legales y constitucionales a su alcance para cerrarle el paso a esa expansión de derechos. Se ha apoyado con creciente insistencia en los aspectos más antidemocráticos de la Constitución y las leyes: el Senado, el Colegio Electoral, los Jueces Supremos vitalicios. Han buscado erosionar uno los fundamentos del orden constitucional, el equilibrio de poderes, para concentrar el poder en el Ejecutivo (la así llamada teoría del "ejecutivo unitario"). Han recurrido a maniobras y procedimientos cada vez más ilegítimos, como el rediseño discriminatorio de los distritos electorales o la supresión del voto, ya sea por medios judiciales o directamente físicos.

Nada de esto es anecdótico. Son síntomas y manifestaciones de una realidad ya ineludible: en los Estados Unidos, el partido Republicano tiene una cuota mucho mayor de poder y controla muchos más mecanismos del sistema político. Pero se trata de un poder minoritario, y esto define su naturaleza. En elecciones genuinas, abiertas, justas, en las que la población general participara de manera activa y entusiasta, perderían. En una polis en la que los ciudadanos tuvieran acceso irrestricto al ejercicio de sus derechos, perderían. La única manera de lograr sus objetivos es impedir que eso suceda. Su única opción, en otras palabras, es una salida autoritaria.

Hacia un trumpismo sin Trump

La presidencia de Donald Trump es el resultado de estas energías acumuladas. Durante años, buscó montarse sobre la ola de la radicalización en la base del partido Republicano, y no es casualidad que lo lograra durante la presidencia de Barack Obama, como principal portavoz y promotor de una fantasía racista: insistiendo en que el primer presidente negro de los Estados Unidos no nació en el país y era, por lo tanto, ilegítimo.

No es casualidad tampoco que el espacio ganado mediante estas intervenciones, junto a su popularidad como personaje de reality, le permitieran a Trump barrer con la vieja coalición del Partido en las primarias de 2016, ni que durante su gobierno se haya consolidado la hegemonía de la facción radical; desde la Casa Blanca Trump no haya hecho otra cosa que azuzarla.

Y no es casualidad porque algo que ha sucedido en los últimos años, en particular luego de la crisis financiera de 2008 (y no solo en los Estados Unidos), es la configuración de actores sociales que no solo no responden al viejo orden constitucional, sino que se sienten distanciados con violencia de él y desean —aun cuando no lo expliciten— su destrucción.

De las ruinas del neoliberalismo, un orden global en el que el Partido Demócrata tiene tanta responsabilidad como el Republicano, han emergido sujetos fundamentalmente nihilistas, desasidos de la república que habitan, anclados a modos más primarios de identificación y socialidad. Son sujetos cuya voluntad política es, en lo esencial, revolucionaria. Su deseo es una revolución reaccionaria cuyas líneas de demarcación corran en paralelo a la supremacía blanca, el domino de género y la intolerancia cultural, factores todos ellos presentes en la república estadounidense desde el día de su fundación, pero eso no la hace conservadora.

El liderazgo de Donald Trump encarna esas energías tóxicas y pululantes que el Partido Republicano incorporó en los años 60, y que han permanecido hasta ahora aisladas y mayormente inconexas. El triunfo del trumpismo ha permitido que se conviertan en una fuerza organizada. Y ese es el problema: Trump puede perder las elecciones, podría incluso (aunque no es lo más probable) desaparecer de la escena, pero una fuerza revolucionaria organizada no es algo que se pueda diluir con facilidad. Mucho menos cuando se trata de una fuerza revolucionaria en control al menos parcial de un aparato partidario de largo alcance, con cuotas de poder reales y propias, y dispuesta a la violencia contra enemigos que concibe como una urgente y profunda amenaza existencial.

Los días y las semanas que vienen serán, sin duda, muy agitados, escribí al principio. Me temo que los años que vienen lo serán mucho más.