Los tiempos de crisis dentro de crisis
Analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES).
No pueden ocultarse las responsabilidades de actores políticos, tanto en partidos como en otros sectores, en determinar qué hace y qué no hace el Estado, en cómo se configura la política, y en decidir quienes participan o son excluidos. Es así como se llega a extremos por los cuales se margina a muchos o se les impone condiciones de vida, tan insostenibles o violentas, que se lanzan a la protesta.
Procesos de ese tipo deben ser examinados con atención, y eso es lo que está sucediendo en Perú. A pesar de estar acosado por la represión, tal como confirma el reporte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y por la inoperancia e incapacidad estatal, el ciclo de movilización ciudadana no logró provocar el llamado a elecciones anticipadas ni la caída de la presidenta Boluarte (2). Son condiciones que, como se adelantó en un anterior texto, expresan lo que puede calificarse como un agotamiento de la política.
Crisis dentro de crisis
Esta situación se ha examinado de muy diferentes maneras en la actual coyuntura. Pero es provechoso apelar a una mirada más amplia, donde una crisis en un momento histórico se acompaña de otras, y éstas a su vez están insertas en otras más largas. Es oportuno rescatar un breve texto del sociólogo Guillermo Rochabrún, publicado en 1986 en la revista Qué Hacer editada por DESCO (Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo), incluido años más tarde en su libro “Batallas por la teoría. En torno a Marx y el Perú”.
Rochabrún comienza por describir un conjunto de cuatro crisis, reconocibles en aquel presente, aunque enmarcadas en distintos ciclos. Uno primero se debería a una obsolescencia de los distintos desarrollismos, ya que no se lograba dejar atrás la condición del subdesarrollo. El “arsenal reformista” se habría agotado, y considera que en ese momento, a mediados de la década de 1980, no era renovado ni por izquierda ni por derecha.
El segundo alude al agotamiento del poder seductor de la modernización, asentado en medidas como la industrialización o la planificación del desarrollo. Rochabrún entendía que con esto se clausuraban una etapa iniciada en la década de 1940.
Uno tercero se debe al agotamiento de las promesas del capitalismo como “camino civilizador y como destino”, o sea, como ideología. A su modo de ver con eso se cerraba un ciclo aún más largo, iniciado a fines del siglo XIX. Considerando ese final, auguraba una fase futura potencialmente más represiva.
En cuarto lugar, todas esas circunstancias están entroncadas con la crisis del socialismo como utopía. Esta indicación debe subrayarse porque en la fecha en que se publicó ese artículo sólo algunos reconocían ese declive, y en realidad la caída del socialismo real ocurrió algunos años después. Rochabrún admite que el socialismo tradicionalmente era entendido como “una vía para el desarrollo de las fueras productivas”, por lo que si las propias concepciones de desarrollo estaban en cuestión no puede sorprender ese descreimiento.
Estas cuatro cuestiones corresponderían a lo que este sociólogo presenta como una crisis inmediata de la Modernidad. Se puede inferir que considera que aquellas son crisis dentro de otra mayor y que las contiene. A su vez, discurriría un proceso también de amplio alcance histórico, que para el caso peruano Rochabrún describe como una “crisis de la matriz colonial de las relaciones sociales” expresada en las relaciones “blanco-indio”. Esta se corresponde con cambios en las relaciones sociales, modificaciones culturales y estéticas, donde nadie ocuparía el “lugar simbólico que dejó la oligarquía”.
Crisis presentes superpuestas y persistentes
Buena parte de los elementos que consideraba Rochabrún hace más de tres décadas atrás siguen resonando en la actualidad, aunque por supuesto bajo expresiones que se han modificado. Se los puede examinar en un intento de comprender de mejor manera el momento presente.
Abordando las crisis más inmediatas, solapadas e incluso superpuestas unas con otras, está claro que quedó atrás la confianza en una modernización industrializada que aseguraría bienestar por medio de la proletarización de amplias mayorías. Las nuevas opciones de modernización ofrecidas, como apostar a los sectores de servicios, no generan ni siquiera una adecuada demanda de empleo. Se instalaron modernizaciones apenas parciales, en tanto hay amplios sectores que siguen sumidos en condiciones de pobreza y marginalización como en décadas atrás. En algunas regiones la subsistencia está asegurada en el mundo informal, incluso ilegal, como ocurre con la minería ilegal de oro, y que además es crecientemente violenta. Muchas de estas condiciones de vida son paradojalmente híbridas, donde coexisten los teléfonos celulares de última generación con la falta de agua o saneamiento como hace un siglo atrás.
Persiste, o tal vez se ha profundizado, la desilusión con las promesas de desarrollo tras haberse ensayado todo tipo de estrategias sin resultados positivos asegurados. Si bien en Perú, como en Chile y Colombia, se sucedieron estilos de desarrollo conservadores, no puede olvidarse que en los países vecinos, los progresismos desplegaron estrategias más heterodoxas, y basadas en otros discursos de legitimación. Sin embargo, los éxitos fueron limitados, no aseguraron mejoras que trascendieran al ciclo de altos precios de las materias primas (como la reducción de la pobreza) y tampoco impidieron un retorno al gobierno de partidos políticos de derecha.
Pero a pesar de esto, todos los estilos de desarrollo que persisten son variedades del capitalismo. Como sus contradicciones y fallas desembocan en la imposibilidad de asegurar buenas condiciones para las mayorías o de proteger la naturaleza, su permanencia requiere más controles, más represiones y más derivas autoritarias. Todo ello es necesario para para acallar las demandas ciudadanas, como ya advertía Rochabrún. A la vez, las alternativas no-capitalistas han languidecido y no cuentan ahora con el suficiente respaldo ciudadano y político. Eso es justamente lo que está ocurriendo en Perú, como en otros países de la región.
Todas estas problemática a su vez discurren en una crisis más amplia, que las contiene, y que afecta a toda la Modernidad. Es un proceso que se corresponde perfectamente con la hipótesis del agotamiento de la política moderna.
La hipótesis del agotamiento de la política no implica que esta desaparezca. No es un final al que le sigue un vacío político, ya que se mantienen operando los conglomerados partidarios, podrán repetirse las marchas ciudadanas, los reclamos judiciales, las acciones estatales y así sucesivamente. Tampoco implica negar que de un lado avancen las posturas conservadoras o ultraconservadoras, o incluso brotes fascistas y autoritarios, y del otro lado, se potencien las resistencias y movilizaciones ciudadanas que operen en sentido contrario. Esas idas y venidas están ocurriendo, por ejemplo en Chile, Brasil, Ecuador y Argentina.
El sentido del agotamiento refiere a que la política de la Modernidad ya no genera soluciones para los problemas que ella misma desencadena, no logra crear innovaciones distintas y efectivas en superar sus contradicciones y consecuencias negativas. Los cambios y alternativas terminan restringidos a reformas y ajustes dentro de esa política moderna.
Agotamiento político y las derechas
Es importante advertir que ese agotamiento afecta de diferente manera a las distintas corrientes político partidarias. Su efecto es mayor sobre las izquierdas, ya que reivindican una política más densa, compleja y organizada. Se pierden opciones más radicales y se vuelven más comunes los reformismos desde la izquierda, cuya expresión más conocida está en los progresismos. En cambio, las posturas de derecha se contentan e incluso buscan un minimalismo político.
Esto explica que las posturas políticamente conservadoras prevalecen bajo el agotamiento político. No sólo eso, sino que a medida que las diferentes crisis que se superponen en tiempos cortos, se debilitan los blindajes culturales y políticos que, pongamos por caso, aseguran derechos de las personas o el bienestar común. Eso posibilita que asomen cada vez más actores de extrema derecha, que se sumen discursos reaccionarios y se exhiban prácticas que antes hubiera sido vergonzoso defender.
Una vez más, eso es lo que se observa en Perú. Incluso se llega a extremos que años atrás hubieran sido vergonzosos, como es la resolución de la Corte Suprema de considerar la protesta ciudadana es un “delito”.
Es muy ilustrativo observar lo que ocurrió en Brasil, donde un proceso análogo ocurrió pero más aceleradamente. El desgaste del progresismo organizado por los gobiernos de Lula da Silva, dio paso en un corto tiempo a una extrema derecha representada en Jair Bolsonaro. Esta logró modificar los términos del debate público dentro de Brasil. Como advierte Luis Felipe Miguel (Universidad de Brasilia), se destruyeron consensos que eran compartidos por todos los partidos desde el retorno de la democracia, que al menos en los discursos públicos establecían las condiciones de aceptabilidad y límites. Esos elementos incluían el respeto a la democracia, a los derechos humanos y el combate a la desigualdad social.
En cambio, el bolsonarismo cuestionó esas ideas y rompió esos acuerdos, por ejemplo, presentando a los derechos de las personas como si fueran ventajas para delincuentes o haraganes. Consiguió que los discursos reaccionarios dejaran de estar en los márgenes y captó respaldos ciudadanos más amplios. Se podía decir lo que antes era indecible, hacer ante toda la sociedad lo que antes se evitaba u ocultaba, y esos fueron los cambios clave.
El caso brasileño y la deriva peruana ponen en evidencia los enormes riesgos de ese agotamiento, por el cual la política si bien sigue funcionando, se devora a sí misma, dejando las pretensiones de asegurar el bienestar colectivo y reprimiendo a quienes eso reclaman. Desemboca en tolerar la muerte de las personas y de la naturaleza: la aceptación de la necropolítica.