Ni las balas ni la violencia podrán detenernos
Escritor y gestor cultural
Han pasado veinte años desde que el arrebato ciudadano y libertario de cientos de miles de peruanos los hiciera movilizarse desde todas las regiones del país y hacer realidad la hazaña de converger en Lima, para traer abajo a la sanguinaria y corrupta dictadura de Fujimori. Ha pasado mucho tiempo para que una movilización popular, independiente y diversa, inclusiva, corajuda y descentralizada, ponga en jaque al gobierno de facto. Han transcurrido un par de décadas para que los jóvenes de la nueva generación y los adultos de la vieja escuela, se levanten espontáneamente para tomar calles y plazas contra un régimen usurpador, opresor e ilegítimo.
De los seis muertos en la explosión e incendio del Banco de la Nación, en julio de 2000, a los caídos anoche en las inmediaciones de la Plaza San Martín y el centro histórico de Lima, no existe mucha distancia. La gesta colectiva y la sangre derramada es la misma: héroes civiles a quienes lloran sus madres, estudiantes desaparecidos que salieron de casa para cambiar el país que tenemos, para aportar, para hacer sentir su indignación y su civismo. La lucha contra la injusticia es la lucha por la dignidad y la vida, está representada en la contundente manifestación de ciudadanía que por décadas no se veía, que tanto se reclamaba y urgía visibilizar. Al otro extremo, la opresión y el viejo orden tienen siempre los mismos rostros: cavernarios y trogloditas a quienes no les importa el ser humano, la solidaridad y las ideas, la utopía de luchar por un país libre donde pueda recomponerse al fin la sociedad y la política, el quehacer educativo y cultural, las sólidas bases para la construcción del renacimiento que tanto necesitamos.
Las multitudinarias marchas de estos días le recuerdan al gobierno golpista y a los peruanos que aún no se han manifestado en las calles, que somos nosotros los que hacemos el país, que somos responsables de nuestra propia condición y destino, que la resistencia popular está viva y a esta altura de noviembre es imposible contenerla. Las marchas de la última semana nos han devuelto a muchos a un tiempo que parecía perdido, a una época de insurrección masiva y con ciudadanos de toda condición gritando y arengando en las calles, a los tambos y carpas en la vía pública donde se pernoctaba, donde se abastecían de agua y alimentos los más humildes llegados a la capital desde los cuatro puntos cardinales de la patria. Veinte años después somos de nuevo la fuerza moral que ni las balas ni la violencia exacerbada de la Policía podrán detener, somos la intensidad y altura de la resistencia civil, de la desobediencia popular contra una clase política corrupta, caduca y vergonzante, somos los peruanos anónimos que estamos luchando para que no vuelvan a robarnos la patria, para entregarle a nuestros hijos un país digno, con un nuevo destino.