Ocurrió en diciembre
Psicólogo
¿Quieres un cuento de Navidad, para pasar el trago amargo de la pandemia? Lo siento, pero no lo tengo. Basta y sobra con el buen corazón y la magnífica pluma de Charles Dickens. Tampoco quiero ser el Grinch verde de envidia que goza siendo el aguafiestas. Más bien, te cuento tal como me contaron, una historia real de personas de carne y hueso, ocurrida hace poco.
Hace mucho tiempo que su protagonista no va a ninguna iglesia, porque le dijeron que era una oveja descarriada. Porque la miran mal, la juzgan, se burlan de ella, la insultan. En realidad, eso le ha pasado no sólo en la iglesia. Le pasó en su familia, en su barrio, en su pueblo. Por eso se vino a la gran ciudad. Para escapar de su infierno diario. Pero aquí tampoco le ha ido muy bien. Años de maltrato, hambre, pena, desolación, sin una mano amiga, ninguna luz o un piso en el cual sostenerse, que hasta la hizo pensar en matarse.
N. es el nombre japonés que escogió para su nueva vida. Lo vio en una telenovela y le gustó. Le hubiese gustado viajar a Japón y vestir un kimono, pero es un sueño que no verá realizado. Lo compensa con pintarse los ojos con las sombras alargadas y ponerse blusas que imitan la seda de esos vestidos fabulosos que a ella le gustan.
N. ha trabajado en muchísimos lugares y ha hecho de todo: guardián, ayudante de cocina, recogedor de basura, reciclador, ayudante en una peluquería, mozo, hasta que logró entrar a la casa de una señora en un barrio elegante. Debía barrer, lavar, trapear, lustrar, planchar, hacer el mercado, cuidar las plantas, pasear al perro. Le fue bien y la señora le enseñó a cocinar platos españoles. Y pudo, entonces, ahorrar un poco y logró comprarse un terreno en un cerro en el que armó su cuarto con cartones y triplays.
Y ahí, escondida y temerosa pasó el primer mes de la cuarentena. Y vio el drama de sus vecinas, más desvalidas que ella. Mujeres solas con niñitos que no tenían qué comer. Mujeres con el marido borracho que les llegaban a llorarles y sacarles plata o a golpearlas. Mujeres que no recibieron el bono que repartió el gobierno.
Pero no aguantó más y tuvo que salir. Salir y arriesgarse, enmascarada y forrada de pies a cabeza. La señora dudó en recibirla, por temor al contagio. Mas, sintió que era como una hermana en la desgracia y hasta le ofreció que se quedara. Pero ella insistía en volver a su cuarto, para cuidar sus cositas, porque ya una vez le habían robado. Y vio que en el cerro las vecinas organizaron la olla común y eso la alegró y contribuye con lo que puede: papas, cebollas, zanahorias, medio kilito de menudencia de pollo.
Pero más se alegró cuando la señora de la casa le dio una propina por su cumpleaños. Nunca en su vida había recibido un aguinaldo. Nunca. Menos el bono, porque no figura en ningún registro y hasta su dni tiene el nombre que no le gusta y no le quisieron poner su nuevo. Entonces, de tan contenta que estaba, se fue a comprar unos panetones y los repartió a los niños de sus vecinas del cerro.
La historia de los panetones la supo la patrona porque le preguntó qué se había comprado con la propina. Y ella le contó, sencilla, directa, sin mandarse la parte. Y la patrona se quedó pasmada, sin saber qué hacer ni qué decir ante tamaña generosidad, sólo llorar y preguntarle si ella podría colaborar con sus vecinas.
Pobre!, la compadecerán algunos, alienada por el espíritu comercial navideño, sus pavos y panetones. Otros recordarán el pasaje del óbolo de la viuda que se lee en Marcos 12:41, cuando Jesús les dice a sus discípulos: “Esta viuda pobre ha echado más que todos. Pues todos han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir”. Juzga tú, como tu libre conciencia te dicte.
No sé si me creerás, pero N. existe y hay muchas personas como ella.