Opinión

Perú, país en emergencia y sin rumbo

Por Jhonatan L. Salazar Fernández

Sociólogo

Perú, país en emergencia y sin rumboFoto: Infoabe

Las protestas de fines de marzo en la ciudad de Huancayo, no hacen más que evidenciar el levantamiento del pueblo contra el “gobierno del pueblo”. Así, el termino “pueblo” va perdiendo la vitalidad de su significado y se convierte en una excusa no creíble desgastado por el uso constante del mismo que hace el presidente para dirigirse a la ciudadanía, mientras sus actos gubernamentales van perdiendo legitimidad y rumbo.

Las manifestaciones de los diversos sectores (transportistas, agricultores, comerciantes, amas de casas, entre otros), cada quien con sus propias demandas, fueron las más violentas en los últimos 20 años en la ciudad “incontrastable”, a las que no solo acudieron pobladores de las zonas urbanas, sino también y con bastante intensidad de las zonas rurales y periféricas. La falta de interés y el diálogo tardío del ejecutivo dejó un saldo de varios muertos y heridos en mayor cantidad. El tumulto, ha sido dirigido contra la forma de gobierno, las expresiones incendiarias del presidente y su soporte partidario de Perú Libre, y expresa la acumulación de indignación, cansancio y malestar de la ciudadanía, cuyas expectativas de cambio terminaron afe ctadas por el alza de precios que azota sus bolsillos. De esta manera, quienes apoyaron al presidente en la segunda vuelta electoral han expresado su malestar por el incumplimiento de los ofrecimientos de las promesas de la campaña electoral.

El presidente Castillo debe entender que es más fácil tener una representación nacional cuando lideras una protesta que da legitimidad a tus demandas; pero, otra cosa es ser el Presidente de la República. El problema es que las políticas públicas que implementa el actual gobierno son precarias y no necesariamente enfrentan los males existentes, debido a la inexperiencia manifiesta, el endeble respaldo técnico y político que tiene en su entorno, todo lo cual hace que el descrédito aumente, y la desconfianza se acreciente: “ya no se confía en nadie”, “todos los políticos son lo mismo” es lo que escuchamos en las protestas de estos días.

Esta desconfianza de la población hacia los políticos y poderes del Estado es también una expresión de que el contrato social existente entra en un proceso de disolución y la ciudadanía se afirma en un modo de vida a la defensiva de lo que sucede. Los sentimientos de unidad se van fracturado, el desgobierno se incrementa, los canales de comunicación fallan y las calles empiezan a recobrar el sentido (anti)democrático de la representación política. Los espacios de diálogo y negociación pierden vitalidad, se reduce, y se instala un proceso de caos permanente. Los sentimientos de suma y unidad se bifurcan por otros espacios, pero no por la política gubernamental actual.

La constante en el Perú viene a ser una seguidilla de crisis, sin afirmación de un proyecto sostenible para la nación, convirtiéndonos en un país de entretenimiento político, de comedias y lamentos permanentes. Al parecer, la solución no es parte de nuestro accionar político. Nuestra suma de errores a 200 años de la independencia no parecen ser aún suficientes para aprender y superar las situaciones de crisis, quizá, porque ya estamos acostumbrados a estos escenarios, donde la indignación de la ciudadanía es estacionaria y demandante cada cierto tiempo, pero luego termina reavivando el peso de los poderes existentes.

Nuestra clase política está constituida bajo los mismos criterios de intereses particulares, que no piensan en el beneficio común. Ya no hay diferencia entre los casos más emblemátcos de corrupción a nivel nacional con lo que sucede en espacios locales. El patrón de los malos manejos se ha instalado de tal manera que no quedan espacios para una gestión pública útil, eficiente, democrática y ética. A esto se suma la percepción cortoplacista de los lideres que son incapaces para diseñar y ejecutar una propuesta de país que emprenda un renovado liderazgo como parte de los desafíos de nuestro agrietado bicentenario.

Con todos los vacíos y la carga de improvisaciones de esta gestión presidencial, la izquierda va perdiendo peso político y la oportunidad de demostrar que es posible una nueva forma de gestión en beneficio de la población. Mientras tanto, al frente tenemos la amenaza vigilante y altamente desacreditada de la derecha, que aprovecha en su discurso la perdida de legitimidad de un gobierno que se esfuerza por no hacer bien su trabajo, y en cada paso que emprende deja huellas de improvisación y falta de madurez para gobernar. El legislativo, no es ajeno a esta crisis, y suma esfuerzos para obstruir y desacreditar al ejecutivo, negándole todo espacio de diálogo y concertación para buscar nuevas e importantes iniciativas en bien de la gente.