Opinión

Por qué no votaré por Pedro Castillo

Por Jorge Frisancho

Escritor

Por qué no votaré por Pedro CastilloFoto: La República

A diferencia de numerosas personas que conozco y que, como yo, apoyan la candidatura de Verónika Mendoza y Juntos Por el Perú en estas elecciones, yo sí creo importante que surjan y se consoliden en el país organizaciones radicales, de ambición maximalista, capaces de presionar en el espacio político no hacia el centro y sus fofos consensos sino en la dirección opuesta. Hasta diría que lo creo crucial: en mi opinión, es ahí que se encuentra el germen de una izquierda vinculada de manera orgánica con luchas reivindicativas concretas, capaz de responder a necesidades políticas locales y regionales tanto como a las de escala nacional (o "nacional", así entre comillas, que suele ser el caso), y capaz por eso mismo de contribuir a la construcción de un proyecto genuinamente transformador, democrático y socialista.

En el ciclo actual, eso es lo que el partido político Perú Libre y la candidatura de Pedro Castillo quieren representar. Esa es su propaganda, ese es el espacio que buscan en el mapa de la política peruana y esa es, me parece, la autoimagen de sus militantes, simpatizantes y potenciales electores. Yo no los veo de esa manera y aquí quiero explicar por qué.

En primer lugar, me parece que debajo de su discurso y su voluntad declaradamente revolucionaria bulle una pasión política mucho menos articulada y mucho más destructiva, aquella que los sociólogos y psicólogos conocen desde el siglo XIX como ressentiment, o resentimiento: la herida psíquica que resulta de una distribución inequitativa del prestigio, el estatus y el poder social. (*)

No hay que escarbar demasiado para encontrar las huellas de tal herida. Un paseo incluso somero por las redes sociales y espacios de comunicación de ese sector de la izquierda peruana las muestra con claridad. La pasión del resentimiento explica en buena medida lo intensamente enfocados que están sus militantes y simpatizantes en denigrar a la izquierda que llaman "oenegera" o "caviar", a la cual acusan de tener acceso a financiamientos, recursos y empleos que ellos no poseen, y también la rapidez con la que se afirman como "provincianos" (entre otras falacias de origen) para autorizar su participación en la esfera pública, en oposición irresoluble con los izquierdistas "limeños" que la copan y la hegemonizan. Por momentos, esa inquina parece ser el combustible que los impele y un fundamento innegociable de su identidad política al que cualquier otra consideración se supedita.

Por supuesto, las redes sociales son poco más que una pantalla de humo y fuera de ellas existen universos enteros de los que no se puede dar cuenta desde ahí. Sería un error atribuirles a estas evidencias una importancia excesiva o tomarlas como definitorias. Pero las redes también son un síntoma. Significan algo. En este caso, significan la confusión del ressentiment con la conciencia de clase, confusión de la cual resultan organizaciones y grupos activistas que le dan forma política al primero cuando creen estar dándosela a la segunda.

Históricamente, el ressentiment ha vertebrado una política de masas de orientación fascista, y de hecho es parte de su resurgimiento contemporáneo en muchos rincones del planeta. Las explicaciones son complejas. Solo subrayaré una que me parece de particular importancia: las necesidades y deseos que emergen sobre esa base no se satisfacen mediante la veracidad de su promesa de transformación, sino sobre todo mediante el contenido simbólico de las acciones. Para ello bastan (al menos por un tiempo) liderazgos carismáticos que se impongan sobre la esfera política y sobre el conjunto de la sociedad de manera autoritaria sin quebrar en lo fundamental las relaciones de explotación y dominación, sino más bien reforzándolas. Esta es la razón por la que el fascismo y el neofascismo demandan siempre espectáculos de crueldad y violencia, la sumisión de minorías y grupos oprimidos, la dominación de las mujeres y la afirmación del patriarcado, y en última instancia el exterminio de aquello que se define a priori como “enemigo”. Esos despliegues son su eficacia política.

Para una organización o un grupo socialista, en cambio, las cosas son distintas. Las necesidades y deseos a los que debe dar forma y expresión política, emergidos de la conciencia de clase, no se satisfacen por el peso simbólico de los actos y las palabras. No hay eficacia ahí, solo trampas y callejones sin salida. Por eso, imaginar que se habla y se actúa desde la conciencia de clase cuando se hace sobre todo desde el ressentiment deforma las decisiones estratégicas y tácticas, desvirtúa la identificación de las contradicciones y los enemigos principales, y bloquea la posibilidad de forjar alianzas necesarias para la acumulación de fuerzas en la coyuntura dada. En ese trámite, se termina por privilegiar demostraciones de fuerza sin solución de continuidad —el gesto autoritario y patriarcal de un radicalismo que no es nada más que intransigencia “macha”— por encima de tácticas y estrategias con potencial emancipador. O se termina dándole la mano y acompañando en campaña a cualquier criptofascista de largo prontuario —un Belmont o un Becerril, digamos, o, en el plano internacional, un Putin— mientras se denuncia y se le da la espalda, con una mueca airada y autosatisfecha, a la izquierda “impura”. Y es que la izquierda del ressentiment es, contra muchas de sus propias palabras, fundamentalmente reaccionaria.

Una consecuencia de esta autosatisfacción “radical” —en el fondo, no lo es tanto— es que aquello que debería ser el inicio de la conversación y el debate se convierte en su clausura. Así, una izquierda que se declara marxista y hace guiños en dirección de la ortodoxia, no tiene mucho que decir sobre las realidades contemporáneas del capital, sobre los nuevo alineamientos de las fuerzas productivas, sobre los nuevos órdenes de propiedad y las nuevas relaciones sociales, sobre las nuevas hegemonías en construcción, sobre los nuevos sujetos o sobre las nuevas formas de explotación del trabajo. Habla, activa y organiza de como si aún estuviéramos en 1985, o como si todo lo que se sabía sobre el mundo de hace cuarenta años nos bastara.

El punto, por supuesto, no es académico o intelectual, sino político: ese desconocimiento también distorsiona las tácticas y las estrategias, las hace inertes y las condena al fracaso en última instancia. Una izquierda que se ciega a las realidades concretas sobre las que actúa —peor aún, que se niega a mirarlas— difícilmente conseguirá organizarse con eficacia. Quizá consiga algunas curules, quizá incluso algo más, pero ese será el límite de su práctica. Ese no es el futuro del socialismo. Ni siquiera es su presente. Es su pasado. Y no nos basta.

(*) Aunque debería ser innecesario, aclararé que estoy usando el término "resentimiento" en su sentido académico y no en su sentido común, ese que con frecuencia se despliega entre nosotros, con deleznable gesto aristocrático, para desestimar a alguien como "resentido social”.