¿Qué quiere Pedro Castillo?
Escritor
Los contornos de la jugada que se quiso hacer desde Palacio me parecen claros. Se sabe hoy que una vez sorteado el riesgo inminente de vacancia por votación congresal el pasado diciembre, el presidente Pedro Castillo y sus asesores más cercanos se aprestaron a “recomponer” el gabinete Vásquez que tanto contribuyó a su supervivencia. Se sabe que desde principios de enero estaban en conversaciones y tratativas con otros sectores, en especial con la cúpula dirigente de Perú Libre, frente a cuyos ojos hicieron brillar una vez más la promesa de la “cuota de poder” (i.e., trabajo en el sector público y acceso a sus presupuestos). Se sabe también que aquella fue una artimaña: mientras entretenían de esa forma a Vladimir Cerrón y sus adláteres, Castillo y su círculo fraguaban una salida distinta.
Al final, una vez forzada la renuncia de Vásquez y sus principales ministros, esa salida fue la que implementaron: un gabinete sin figuras de particular prominencia que tendiese puentes de negociación con los átomos de la derecha en el Congreso, mientras mantenía algo de su credibilidad “izquierdista” con los maestros invitados de Perú Libre y la bancada de Guillermo Bermejo.
Una maniobra inepta
La jugada salió muy mal. La verdad es que no había forma de que saliera bien, y además la ejecución fue de una torpeza que pasma. Lo primero es por razones que quizá convenga llamar estructurales (aunque tal vez se trate solo de una coyuntura particularmente terca): el espacio en el que Castillo y quienes lo aconsejan buscaban ubicarse con estas maniobras no existe en realidad en la política peruana. No hay tal lugar. Lo que hay es una polarización radical e intransigente, sin cuartel, en torno a la cual orbita una constelación de planetoides sin mayor identidad propia. En ese contexto, no es posible mapear un territorio que permita el encuentro que buscan.
Eso no quiere decir, por cierto, que no existan actores e intereses susceptibles de encontrarse de esa forma, o que ese encuentro no vaya a ocurrir en el futuro; quiere decir que esos actores e intereses no alcanzan (todavía) a constituir una expresión política sostenible en el ámbito nacional, menos aún una que sirva como base para un proyecto de poder desde el gobierno. Son actores e intereses que viven necesariamente en la sombra (o en la semipenumbra de los órdenes regionales), pues la visibilidad les supone un riesgo existencial y les arruina el negocio. No pueden articularse como agencias independientes; en lo fundamental, y aunque tengan logo propio, su articulación debe pasar por el tamiz y el posicionamiento de las agencias ya constituidas (FP, AP, APP, la reencarnación contemporánea de SN, etcétera) y responder en alguna medida a sus agendas. Y —aunque con matices— esas agendas no tienden hoy al encuentro con el gobierno, sino a la guerra.
Lo segundo, la torpeza desplegada por Palacio en la ejecución de esta maniobra, es algo que está a la vista de todos y ha sido comentado con amplitud. Yo solo diré una cosa: es incomprensible que el equipo de trabajo de Pedro Castillo no haya buscado un candidato a Premier limpio de denuncias por violencia doméstica y de género, o que, sabiendo que Héctor Valer las tenía, no les haya importado el tema.
El nivel de ineptitud que se evidencia ahí lo deja a uno con la boca abierta. En menos de 24 horas, ese antes que ninguno de sus varios lastres hizo inviable la continuidad de Valer, pues la oposición a su entrada en el Ejecutivo nunca fue principalmente un asunto ideológico o político sino, sobre todo, un asunto de dignidad y vergüenza ética. Sin importar quiénes hayan sido sus agitadores y operadores mediáticos, o cuánto de oportunismo e hipocresía los empaña, fue una oposición social fundada sobre principios legítimos, y se volvió masiva.
Así, Pedro Castillo llegó al viernes en una situación exponencialmente más precaria que la de inicios de semana, sin que sus enemigos tuvieran que mover una ficha. Para cuando el Presidente anunció la “recomposición” del gabinete de tres días, las voces reclamando su renuncia o su vacancia, bastante asordinadas desde diciembre, ya retumbaban con renovado estrépito. Más aún, habían empezado a expandirse en el espectro, normalizándose incluso entre sectores antes más ambivalentes del progresismo y hasta en bolsones de la izquierda que ayer lo apoyaba.
Es temprano para saber si el apurado retroceso de Castillo aquietará las aguas y si los nuevos nombramientos, que al momento de escribirse estas líneas aún no se han anunciado, conseguirán generar un mínimo consenso. Será difícil, pero no es imposible. Lo que sí está claro es que una vez más la presidencia de Pedro Castillo se encuentra al borde del precipicio, que el gobierno está hoy más desprotegido que ayer y que todo el daño de esta última semana es obra propia.
No hay manera de dorar la píldora
La pregunta de fondo, creo, es la que me hago en el título de este artículo: ¿qué quiere Pedro Castillo? No es una pregunta sobre su estado de ánimo o su sicología; es una pregunta sobre lo que llamaré, a falta de mejor término, su deseo político. ¿Qué y a quién quiere representar como cabeza del ejecutivo y qué quiere construir con el poder que ha conseguido? A vistas de los hechos recientes, ninguna de las respuestas que me doy es un buen presagio.
Hay al menos dos aspectos de lo ocurrido que deberían preocupar profundamente a quienes hemos apoyado al gobierno, nos oponemos a su vacancia y no queremos verlo renunciar.
El primero es el punto de origen de esta crisis ministerial. Pedro Castillo forzó la renuncia de Avelino Guillén a la cartera del Interior al no intervenir en su disputa con el general Javier Gallardo, comandante general de la policía insubordinado frente al ministro y acusado de sistemáticos actos de corrupción. Tras la renuncia de Guillén, Castillo forzó también la de la premier Mirtha Vásquez, cuyos esfuerzos por mediar en el desencuentro el Presidente dejó en ascuas. En resumen, y obviando los detalles: en vez de confrontar prácticas corruptas en un organismo crucial del Estado, Castillo prefirió a alejar del Ejecutivo a dos personajes clave de su anclaje político, perdiendo la dosis de credibilidad que su presencia le otorgaba al gobierno, para poner en movimiento la maniobra de reacomodo que ya llevaba al menos algunas semanas tramando. No hay manera de dorar esa píldora: en busca de un objetivo político mal definido y torpemente ejecutado, el Presidente se alineó con la corrupción, echando una densa sombra de sospecha sobre sí y su círculo más inmediato. No es la primera de tales sombras, pero sí quizás la más seria, y no hace falta decir más o asumir como ciertas las acusaciones que le hacen sus enemigos para entender que el problema es severo.
Y es un problema político, no únicamente uno ético (lo cual, por lo demás, bastaría para reclamárselo). Lo es porque tiñe de tonos turbios todas las acciones del gobierno, incluyendo las de estos últimos días y las de los días que vengan. De entrada, vuelve imposible no observar que Héctor Valer, el opaco personaje al que se quiso nombrar Primer Ministro, no solo tiene vínculos con la extrema derecha que lo llevó al parlamento, sino una también una relación de larga data con Alan García y Luis Nava —nombres con entrada propia, y bien nutrida, en la enciclopedia de la corrupción peruana—, o que junto a las denuncias por agresión y violencia doméstica que fueron protagonistas de su caída, pesan sobre él imputaciones de peculado, sospechas de desbalance patrimonial y hasta de vínculos con el narcotráfico. ¿Qué, de todo lo anterior, lo hizo aparecer como una opción viable para el premierato?
En términos más generales, uno está obligado a preguntarse también para qué quieren los estrategas de Palacio buscar bases de apoyo para la presidencia en aquel espacio de la política peruana del que proviene Valer, y en el cual opera —el espacio de las minimafias. Después del desastre de esta semana, está claro que Pedro Castillo no solo ha terminado de abandonar las banderas de la lucha contra la corrupción, que nunca hizo por completo suyas. Es que ya ni siquiera pretende saludarlas. A partir de ahora, incluso para sus amigos será inevitable ver con esa lente todo lo que haga.
Gobernar bien el Perú
El segundo aspecto preocupante se ilustra mejor con el siguiente detalle. Uno de los problemas más inmediatos que el gobierno peruano debe enfrentar en las semanas meses que vienen son los que resultan del derrame de al menos 11,000 barriles de petróleo en el mar de Ventanilla. Esto requerirá, entre varias otras cosas, implementar medidas urgentes y efectivas de remediación ecológica, echando mano de toda la experticia disponible y los recursos técnicos del Estado, mientras se negocia y se disputa con una poderosa transnacional petrolera bien equipada de recursos y aliados locales. En tal contexto, el presidente Castillo no solo decidió cambiar al Ministro del Ambiente, sino que decidió cambiarlo por una persona, Wilber Supo, cuyas calificaciones para el cargo no son cuestionables, sino inexistentes. Tan inexistentes que ya meses atrás el departamento de Recursos Humanos de otra dependencia del Estado rechazó su postulación para un puesto de asesor por carecer de la experiencia profesional necesaria.
No importa cuáles hayan sido las motivaciones de Castillo para nombrar a Supo su Ministro del Ambiente. Puede haber sido el producto de una negociación con Cerrón (Supo es cercano a Perú Libre). Puede haber sido que nadie en el círculo del presidente conoce profesionales en el ramo o se preocupó por buscarlos. Puede haber sido que a Castillo o a alguien de su entorno le gustaron las declaraciones previas de Supo sobre la necesidad de expulsar a Repsol del Perú (una idea con la cual, dicho sea de paso, yo no estoy necesariamente en desacuerdo). Pudo haber sido eso o cualquier otra cosa. Lo cierto es que confiarle la tarea a alguien que no conoce ni las realidades del portafolio ni las de la burocracia que deberá timonear revela una indiferencia profunda, radical, casi obscena a las enormes complejidades del problema y a la obligación de confrontarlo. Y es difícil no sentir que tal indiferencia podría hacerse extensiva a muchos otros problemas que el país enfrenta, y a la ineludible necesidad de gobernar con creatividad, efectividad y eficiencia.
Esto último, para mí, es lo más preocupante. ¿Qué quiere Pedro Castillo? A la luz de los hechos recientes, “gobernar bien el Perú” no parece ser la respuesta.