Recordemos el año 1990: elecciones, la primera vuelta
Historiador
El politólogo Alonso Cárdenas ha comparado hace poco la incertidumbre de la actual elección peruana del 2021 con aquella de 1990, en la que Alberto Fujimori salió casi de la nada y derrotó a Mario Vargas Llosa. Hoy, sin embargo, la candidata del “establishment” es la hija mayor de Fujimori, Keiko Sofía, y el candidato con problemas de plan y equipo de gobierno --como “el chinito del tractor” en 1990-- es el profesor Pedro Castillo Terrones. Además, el fujimorismo cuenta ahora con el abierto apoyo “anticomunista” de Vargas Llosa, quien demuestra así que su compromiso democrático se reduce a garantizar la “libertad de los mercados” y no a reconocer las demandas de las mayorías del país.
Precisamente este redivivo anticomunismo esgrimido en contra del candidato de la agrupación “Perú Libre” pretende “defender la democracia”, y la candidata fujimorista de “Fuerza Popular” vendría a ser ahora la nueva protectora de la institucionalidad en el Perú. ¿Alguien puede olvidar la política obstruccionista de un Legislativo dominado por la alianza apro-fujimorista de los años 2016-2019, que produjo la renuncia del expresidente Kuczynski (23 de marzo de 2018) y que solo terminó cuando el expresidente Vizcarra cerró el Congreso (30 de setiembre de 2019)?
No estará de más recordar cómo es que la dinastía Fujimori llegó a la política peruana hace poco más de 30 años. Su vergonzosa caída --tras la fraudulenta re-reelección del año 2000, el escándalo de los “vladi-videos” y la cobarde huida de Alberto Kenya al Japón--, debió habernos enseñado de una vez y para siempre cuál es la “calidad moral” y cuáles son las “credenciales democráticas” de esta versión corrupta y delincuencial de nuestra derecha política. La relativa cercanía temporal de aquellos turbios eventos de la década de 1990-2000 ha mantenido a distancia a los historiadores profesionales. Por lo mismo, las primeras versiones de esos sucesos han sido elaboradas por periodistas de investigación, como las británicas Sally Bowen y Jane Holligan, autoras de ‘El espía imperfecto: La telaraña siniestra de Vladimiro Montesinos (Lima: PEISA 2003). De allí provienen los siguientes párrafos.
“A fines de la década [de 1980], daba la impresión de que el Perú iba a colapsar antes de que las elecciones de abril de 1990 pusieran oficialmente punto final al caótico gobierno de Alan García. Golpeado por una hiperinflación que batía récords mundiales y por la escalada de ataques terroristas perpetrados por dos violentas organizaciones subversivas [Sendero Luminoso, el MRTA], el Perú era un marginado internacional, rechazado por las instituciones financieras, organizaciones multilaterales e inversionistas foráneos. Aquellos que pudieron hacerlo, habían abandonado el país en masa después de haber enviado, hacía tiempo, sus ahorros a Miami con el fin de protegerlos.
“Conforme 1989 se acercaba a su fin, parecía que sólo existía un posible salvador. Casi dos años antes, el novelista de renombre internacional Mario Vargas Llosa había lanzado su candidatura a la presidencia y prometido estabilizar la tambaleante economía, eliminar los subsidios que la distorsionaban y aplicar mano dura al aparato estatal, a la vez que garantizaba la democracia, la libertad de expresión y los derechos humanos. Para la mayoría de los peruanos, cualquier cosa, al parecer, era mejor que la desastrosa administración [aprista] de entonces” (p.105).
“Pronto los peruanos se aburrieron del novelista, durante mucho tiempo el candidato imbatible. También se ponían cada vez más nerviosos con su promesa de aplicar un paquete de medidas económicas, un shock que eliminaría los subsidios, contendría la hiperinflación y corregiría la grave distorsión de los precios. No obstante que los empresarios peruanos aplaudían, la masa del electorado preveía dolorosos recortes en su ya alicaído poder adquisitivo. Una agresiva campaña publicitaria, desatada tanto por las huestes de Vargas Llosa como por el saliente gobierno aprista, avivó aún más las hostilidades entre las principales fuerzas políticas. Una atmosfera de desesperación se cirnió sobre la campaña y, prácticamente de la noche a la mañana, las encuestas de opinión comenzaron a mencionar a un candidato casi desconocido que se abría paso desde la categoría de “perdedores de antemano” (pp.106-107).
“La sorpresa de la carrera electoral de 1990 fue Alberto Fujimori Fujimori, el hijo de nacionalidad peruana de unos humildes inmigrantes japoneses. Fujimori se había abierto camino por sí mismo. Una beca después de concluir su educación estatal gratuita le había permitido seguir estudios de posgrado en los Estados Unidos y retornar a dictar una cátedra en la respetada Universidad Agraria La Molina, de Lima. Con el tiempo, llegó a ser rector de La Molina y, finalmente, casi al concluir la década de los 80, fue elegido presidente de la Asamblea Nacional de Rectores. Según estándares objetivos, el austero e introvertido Fujimori ya había ido más allá de lo que podría considerarse razonable. Nadie, excepto tal vez él mismo, había tomado en serio su candidatura a la presidencia de la República” (p.107).
“Al mejor estilo de los corredores encubiertos, Fujimori despuntó del pelotón solamente en la recta final y arremetió hasta la meta. Su ascenso fue tan repentino, que las encuestas de opinión pública no lo habían registrado. […] el sociólogo Francisco Loayza, en aquel momento profesor de geopolítica en la Dirección Naval de Inteligencia, tenía acceso a mejor información. Estaba enterado de las encuestas internas que llevaban a cabo varios servicios de inteligencia peruanos, sin lugar a dudas, más completas y precisas que las encuestas públicas disponibles” (pp.107-108).
“En marzo de 1990, al estudiar detenidamente las encuestas de Inteligencia Naval que aún otorgaban el primer lugar a Vargas Llosa, Loayza descubrió una movida intrigante. El oscuro Fujimori había abandonado, debido a la preferencia de los votantes, la categoría “otros” y por primera vez se encontraba solo con un 4% de respaldo. De inmediato, Loayza se puso en contacto con el organizador de la campaña de Fujimori y éste, con su fascinación matemática por las cifras, solicitó una entrevista con Loayza.
“La información y las estadísticas que Loayza podía ofrecer eran útiles. Rápidamente se ganó la confianza del candidato y se convirtió en parte del pequeño y novato equipo de planificación. Mientras monitoreaba el constante ascenso de su candidato en las encuestas, Loayza discutía el fenómeno con el jefe del SIN [Servicio de Inteligencia Nacional], Edwin Díaz. Poco después, el saliente presidente Alan García también observaba la aún inexplicable manera en que el “Chino”, como le decían popularmente a Fujimori, incrementaba su porcentaje en la intención de voto. A pesar de sus limitados recursos, Fujimori desarrolló una campaña económica y brillantemente efectiva. Apoderándose de la imaginación popular y estableciendo una inesperada sintonía con los sectores de menores recursos y los marginados --el grueso del electorado--, logró ocupar el segundo lugar, después de Vargas Llosa, en el proceso electoral. Ello le dio una ventaja para la segunda vuelta que se llevaría a cabo semanas después” (p.108).
“La actuación de Fujimori, comparada a un “tsunami” u ola gigante, generó una especie de pánico entre los partidarios de Vargas Llosa. La embajada de Estados Unidos en Lima quedó muy mal parada y, en un primer momento, trató de ignorar aquello que muchos analistas ya pronosticaban: que Fujimori le daría una paliza en la segunda vuelta electoral al ahora vacilante Vargas Llosa. Los funcionarios de la embajada se apresuraron a averiguar lo que pudiesen sobre el relativamente oscuro rector universitario. Resultó que USAID, con quien había realizado algunas actividades, tenía mucho mejores contactos con Fujimori que la sección política de la embajada. Pero aquello que los funcionarios pudieron descubrir no fue, en general, halagador: durante su permanencia en la Universidad Agraria, Fujimori se había mostrado reservado, manipulador y autoritario. Pocos de sus colegas tenían una buena opinión de él” (pp.108-109).
“Catapultado a una inesperada figuración por los caprichos de la política peruana y un electorado impredecible, Fujimori se encontró prácticamente solo. Necesitaba con urgencia conformar un equipo y elaborar un boceto de programa que le sirviese para la segunda vuelta electoral. Le quedaban menos de ocho semanas para hacerlo. La noche de su triunfo inicial, el 12 de abril, se reunió con un puñado de confidentes, el cual, además de su hermana Rosa, su hermano Santiago y un par de miembros de confianza del partido, se limitaba a una pareja de economistas académicos. Con cierto alivio, delegó todos los temas concernientes a los contactos políticos.
“Loayza comprendió la enormidad de la labor: el desorganizado equipo de Fujimori tenía que enfrentar a una maquinaria política con experiencia y relativamente eficaz. Además, sus contactos en el Servicio de Inteligencia le habían advertido de las sucias tretas de campaña que venía preparado el entorno íntimo de Vargas Llosa en un intento desesperado por hundir al advenedizo Fujimori. Sin pensarlo dos veces, llamó a su amigo Vladimiro Montesinos y comprometió su apoyo” (p.109).
Esta historia continuará...
Referencias:
Alonso Cárdenas, “De vuelta a 1990”, RPP Noticias, 23 de Abril del 2021 < https://rpp.pe/columnistas/alonso_cardenas/de-vuelta-a-1990-noticia-1333129 >