Opinión

Roberto Nina y la locura

Por Ronald Vega-Pezo
Roberto Nina y la locura

Conocí a Roberto Nina cuando trabajaba lavando platos en un restaurante del centro de la ciudad. Era un trabajo duro, ocho horas diarias, cinco metros cuadrados y los brazos que se mueven sin parar. Una mañana entró el jefe diciendo que tendría un ayudante. Al verlo tuve la impresión de estar frente a un hombre acabado. Entró arrastrando los talones, los hombros caídos, hirsuta la barba, algo desaseado, carente de sol. Le expliqué de qué iba la cosa y lo puse, ley de antigüedad, a fregar sartenes. Al terminar la jornada fuimos al bar.

Nunca entendió qué clase de secreta culpa expiaba cuando decidió comenzar la universidad con cuarenta años ya pasados. Tras licenciarse en letras con mediocres resultados inició estudios de maestría, entonces todo comenzó. Realizó una fulgurante carrera académica gracias a sus reconocidos estudios sobre la vida y obra del poeta César Vallejo. En pocos años obtuvo un puesto de profesor emérito en una de las universidades más prestigiosas del país, viajó como conferencista por destacadas universidades, fue vapuleado y aclamado con la misma vehemencia por la crítica especializada, se casó, publicó algunos libros, fue feliz, hasta que lo diagnosticaron depresivo compulsivo.

Nos hicimos amigos. Con el tiempo además del trabajo compartimos nuestro gusto por cierta música clásica, las ediciones limitadas de poesía y las mujeres con sobrepeso. Un día me invitó a su casa. Desde su separación, posterior al diagnóstico, vivía en una pequeña pieza de barrio popular, rodeado de papeles, libros y vinilos. Sin saber lo que desencadenaría, Roberto Nina me prestó el Bette Davis Eyes de Kim Carnes y una edición de la poesía completa de Vallejo idéntica a la que conservo desde hace tanto. Todo lo contado hasta aquí se lo debo a él, también lo que contaré.

Sus problemas comenzaron cuando empezó a beber. Veinte años de su vida habían pasado sin que una sola gota de alcohol entrara en su cuerpo, tampoco comía carne, ni fumaba ni bebía café, y su consumo de azúcar se había reducido al mínimo; era lo que se entiende como un hombre sano. Hasta que un buen día, harto de todo, decidió abandonarse. Primero uno por la noche para entrar al sueño, luego pasó a otro por la mañana para comenzar el día, otro antes de las comidas para abrir el apetito y otro al final para favorecer la digestión; siguió así hasta perder primero a su mujer, luego el puesto en la universidad y tras ello su prestigio académico. Lo único que no perdió fue su deseo, casi enfermiza necesidad, de continuar sus investigaciones sobre la vida y obra del poeta. Descubrió que para avanzar en ello, en lugar de un trabajo relacionado con lo académico, en el que además su secreto vicio le hubiera traído enormes problemas, lo mejor que podía hacer era procurarse empleos más bien mediocres y repetitivos en los cuales no hiciera falta pensar demasiado, de ahí que el de lavaplatos lo conservara por tanto tiempo.

El tiempo necesario para conocerlo bien y para que, tras su desaparición, uno de sus vecinos llegara preocupado a mi casa para pedirme vaciara la pieza antes que el propietario ponga todas las cosas de mi buen amigo en la calle. Dura fue la selección, buena parte de sus discos y libros, salvo los de poesía, cayeron en manos de especuladores produciéndome una pequeña caja chica que hasta ahora le agradezco; otra, conformada principalmente por cuadernos y papeles varios, me la traje a casa. Hurgando en ella encontré cuadernos escritos con una letra tal que más bien parecían electrocardiogramas, por lo visto se trata de anotaciones varias del tipo libro tal buscar, o nombres y al lado escrito averiguar de quién se trata, cosas propias de alguien que investiga, o así me pareció. Luego encontré algo que puede ser un diario o cartas que solía escribirse a sí mismo; mucha información sobre la vida y obra del poeta, parte de la cual me tomé la libertad de utilizar para escribir estas líneas, y una buena colección de antiguos recortes, cuando no ejemplares completos, de revistas y periódicos. Entre ellos, cuidadosamente doblado, encontré uno de los años ochenta que al leerlo me dejó helado: “El cuerpo sin vida de Beatriz Medina Soria, setenta y dos años, ciudadana española con más de cuarenta años de residencia en el Perú, fue hallado ayer al mediodía frente a su vivienda en el distrito de Surquillo. Aunque vecinos y testigos del hecho hablen de una muerte natural, las investigaciones no descartan la posibilidad de un crimen. Medina Soria había llegado al Perú en 1938…”

El jefe entró en la cocina y preguntó por mi ayudante. Le dije que llevaba tres días sin aparecerse en su puesto y evité, ley de amistad, entrar en detalles.