Sánchez Carrión, Monteagudo y la República itinerante
Historiador
“yo quisiera que el
gobierno del Perú
fuese una misma cosa
que la sociedad peruana”
José Faustino Sánchez Carrión
“Las teorías no son delitos”
Bernardo Monteagudo
Ahora que la República nos parece una entidad que está en ensayo permanente, casi al borde del abismo, suspendida por obra y gracia de una clase política lenguaraz antes que responsable, vale la pena rememorar bajo qué circunstancias políticas, militares y sociales fue instalada. La historia como reflexión permanente no es un diálogo con los muertos. Sirve entre otras cosas, para mirarse en el espejo. A condición de no olvidar la imagen que se refleja. Un personaje paradigmático sin duda alguna es José Faustino Sánchez Carrión, y a través de su biografía, como la de su opositor más importante, Bernardo Monteagudo, trazar los azares y peligros de la iniciación republicana.
Se suele asociar la figura del Solitario de Sayán, fundamentalmente con la del teórico, el intelectual e ideólogo del sistema de gobierno representativo; o como al opositor doctrinal más solvente en contra del despotismo, la monarquía constitucional y los regímenes absolutistas. Y sin duda alguna lo fue. El profesor carolino poseía un entrenamiento académico tan notable que desde muy joven fue destinado a la docencia, justamente en el prestigioso Convictorio de San Carlos. Semillero de la mayoría de miembros que conformaron el primer Congreso Constituyente.
En cambio, poco se ha explorado, o divulgado, su gran capacidad de gestión en la construcción practica del Estado republicano, en circunstancias en que la guerra contra los españoles aún no había sido resuelta. Luego de ocupar prominentes posiciones en el Congreso, del fracaso de la Junta Gubernativa, del ascenso y caída de Riva Agüero a quien apoyó, lo que sobrevino fue la dictadura de Bolívar. Interesa destacar, el hecho que, en medio del desastre de los sucesivos regímenes patriotas, de la dispersión del partido republicano y en consecuencia, un ambiente de tensión y desconfianza ideológica de parte de Bolívar con respecto de la lealtad de los peruanos, haya ido precisamente Sánchez Carrión, el elegido para ocupar la cartera de Ministro General de Negocios. Es decir, la concentración del Poder Ejecutivo en una sola persona.
No deja de causar asombro, pensar e imaginar en todo el vigor y voluntad desplegada por el huamachucano, pese a su salud endeble, en sus labores de gabinete, tomando decisiones que afectaban la marcha y el funcionamiento de la joven república. Poner en movimiento voluntades, instituciones de reciente creación, concentrar recursos, disponer del erario público, para no mencionar los infinitos problemas de gestión a los que debía dar salida. Más aún si se recuerda que, entre diciembre de 1823 fecha de su designación y antes de agosto de 1824, primer gran triunfo patriota en Junín, lo que el gobierno debía resolver en primera instancia, era justamente poner a punto al ejercito republicano. Y ello significaba sobre todo, el acopio de recursos humanos y materiales, sin descuidar el engranaje de las frágiles oficinas públicas, y el funcionamiento de la novel burocracia.
Fue durante la gestión de Sánchez Carrión que se estableció y entro en funcionamiento el poder judicial, se crearon universidades y colegios, se designaron funcionarios para los diferentes ramos y áreas públicas. Y probablemente lo más estratégico, se nombró autoridades políticas y militares en los territorios controlados por los patriotas; quienes debían hacer parte de una maquinaria político administrativa que pusiera en movimiento los engranajes de una república y de un Estado, que apenas si podía echarse a andar. No es poco lo que aquí se señala, si se tiene en cuenta la coyuntura militar. Un contexto en el que las orgullosas banderas del rey, habían capitalizado decisivos triunfos militares en Ica (abril 1822), Torata y Moquegua (enero 1823), Zepita (agosto 1823) y Tarma (diciembre 1823). Y por si fuera poco, la deserción de importantes sectores de las clases propietarias, para quienes la seguridad de sus intereses solo podía provenir de las armas realistas.
Otro aspecto realmente épico, es la puesta en marcha de un sistema de correos eficiente que debía vincular y poner a punto, un mecanismo fluido de emisión e intercambio de informaciones y por lo tanto, determinaciones indispensables para la toma de decisiones. Este sistema de información debía vincular territorios geográficamente dispares, muchos de ellos era verdaderas islas rodeadas por las tropas españolas, como fue el caso de Cerro de Pasco o Tarma. No menos peligroso era sortear las rutas y caminos que unían el norte con el centro y viceversa, infestada de espías y de bandas armadas que operaban con autonomía. En efecto, durante esta crítica coyuntura, una buena parte de los jefes guerrilleros que se habían comprometido con el gobierno de Riva Agüero, desencantados por su expulsión y la abrumadora presencia de tropas colombianas, realmente estaban reconsiderando su adhesión a la república.
Un ligero contrapunto entre las dos cartas que remitió a la Sociedad Patriótica, y que realmente fue el punto de quiebre para derrotar las propensiones monárquicas de Monteagudo, y su frenética actividad como Ministro General, da cuenta de la coherencia entre su pensamiento y el ejercicio del poder. Una suerte de ensayo general que Sánchez Carrión puso en movimiento, en medio de las adversidades y limitaciones que la guerra imponía. Por ejemplo su convencimiento del municipalismo, y por esa vía dotar de amplias prerrogativas a los poderes locales. Justamente en una de sus cartas había señalado sobre la necesidad de implantar “un gobierno central, sostenido por la concurrencia de gobiernos locales, y sabiamente combinado con ellos”.
El principal artífice teórico para la derrota ideológica de quienes apostaron por la monarquía constitucional arguyendo que el Perú no estaba preparado para instaurar la república y regímenes representativos, fue, no cabe duda, Sánchez Carrión. A su potente argumentación histórica, jurídica y constitucional, debe añadírsele un estilo de escritura con una retórica clásica. El debate que sostuviera con Monteagudo, no concluyó ni se agotó con la expulsión del autoritario ministro de San Martín. Siguió su curso a través de la prensa, en la Abeja Republicana, y su Memoria de gobierno que Monteagudo publicó desde su exilio en Quito. Ello no obstante, interesa destacar que ambos volverían a reencontrase bajo la sombra o el amparo de Bolívar.
Monteagudo retornó al Perú por el puerto de Huanchaco acompañando a Manuela Sáenz en enero de 1824, lo que da una idea de la confianza que Bolívar le tenía. En una carta al presidente colombiano Santander le decía “Monteagudo tiene un gran tono diplomático. Tiene mucho carácter, es muy firme, constante y fiel a sus compromisos. Conmigo puede ser un hombre infinitamente útil porque sabe, tiene una actividad sin límites en el gabinete”. Por esos mismos días, Sánchez Carrión en carta a Bolívar le comentaba “al señor Monteagudo también le di su ración, por haberse empeñado en monarquizarnos; pero ya pasó y somos amigos personalmente”. Los adversarios irreconciliables ahora colaboraban para el establecimiento de la república.
No es difícil imaginar los diálogos entre ambos ideólogos, en los innumerables campamentos que compartieron cuando debieron trasponer los Andes, bajo la presencia y atención del libertador venezolano. Dos mentes y personalidades ilustradas que, pese a sus diferencias, lograron arribar a un punto de encuentro, ya que en última instancia, lo que los hermanaba era diseñar regímenes que fortalezcan la independencia y favorezcan la autonomía de la sociedad. Esa aspiración límite para hallar el justo equilibrio entre la libertad y la igualdad.
Luego del triunfo en Junín y Ayacucho, ambos empezarían a trabajar codo a codo, para la convocatoria del Congreso Anfictiónico en Panamá, el primer intento de constituir una alianza entre las naciones hispanoamericanas. Sin embargo, la fatalidad y las circunstancias políticas de sus propias biografías, los volverían a reunir el fatídico año de 1825, pero esta vez para verificar sus muertes.
Como preludio, Tomas Heres prefecto de Lima y hombre de confianza de Bolívar, escribió sobre ambos en los términos siguientes. Sobre el Solitario de Sayán en carta a Bolívar “Carrión, por otra parte era extremoso en sus principios, fuese por lo que se quiera, parece que él se proponía regir otros hombres que los que conocemos; algunas de sus obras parecen más bien tratados de moral que leyes que han de practicarse” Lo que indica cierto aliento utópico y radical en sus razonamientos sobre el Estado y la sociedad. Y sobre Monteagudo pocas semanas antes de su muerte al mismo Bolívar “el pobre Monteagudo está en el día como los apóstoles en el nacimiento del cristianismo: donde sea los ahorcaban, los perseguían. Ojalá que el apostolado de Monteagudo no lo conduzca algún día al martirio!”. En ambos casos, casi una profecía.
Para la mayoría de la opinión pública de la época, militares y políticos, era obvio que ambas muertes estaban vinculadas, dada la rivalidad y animadversión que habían tenido. En noviembre de 1823, Sánchez Carrión ya había sido amenazado de muerte. En carta al libertador le decía “Me botaron un pasquín en el mismo salón del Congreso en estos términos: “Señores diputados, no hay cuidado; morirá Carrión” Como se sabe, Monteagudo fue asesinado en las calles de Lima, por el esclavo liberto, el sicario Candelario Espinosa, quien luego de ser sometido a juicio, finalmente en declaración secreta, le confesó a Bolívar a los autores intelectuales del crimen.
No deja de ser sintomático que en los umbrales del Bicentenario, la república este siendo asediada, casi impugnada, por los llamados a preservarla; una clase política que desde el ejecutivo y el legislativo, apenas si son capaces de apelar al conocimiento histórico, para entender que ética y política son condiciones irrenunciables, y hacen parte de una ecuación, de un mandato imperativo que recibieron de los electores y la ciudadanía. Que son finalmente, en quienes reposa la soberanía popular, y en consecuencia, con capacidad y en condiciones para revocar cualquier poder.