Si tanto van a hablar de Puno, debe hablarse de dignidad
Activista de origen aimara y quechua. Estudiante del Doctorado de Sociología.
Estas semanas se ha hablado tanto de Puno que nos corresponde responder. No buscando representar a todas las voces, no tendría sentido, sino únicamente aportando a la diversidad de miradas que nos componen. Compartir la palabra como diríamos al empezar nuestra participación en una asamblea comunal. Presentarnos y decir lo que pensamos y sentimos, asumiendo que el país ante todo es eso: una gran reunión de gentes que después de chacchar y hablar por horas toman decisiones para el bienestar de todos y todas.
Lamentablemente así no funciona la democracia en el Perú. Las y los puneños y nuestros intereses y expectativas, que como todo pueblo tenemos, no han sido representados en la mayor parte de las decisiones que la república ha tomado sobre nuestras vidas. Los doscientos años de vida republicana y la democracia electoral no han sido garantía alguna de que se gobierne con nosotros y nosotras y no solo seamos, en el mejor de los casos, el público objetivo de un programa social. “Ya se han acostumbrado, porque no nos hemos movilizado desde el Aimarazo” me dijo una hermana en el mercado a finales de diciembre. Ella acababa de participar en una asamblea (sí, nos gustan las asambleas) para empezar a organizar las delegaciones para Lima. Y desde entonces ya se sentía el espíritu de lo que hoy tenemos en la capital: o aprenden a gobernar con nosotros o aprenden. No hay otro camino. Y eso en una democracia, es lo mínimo.
Y no nos bastan las formulas electorales en las que cada cinco años elegimos congresistas (que en muchos casos no logran más que proyectos declarativos o, si acaso tienen más poder, es porque son aliados de las grandes oligarquías), queremos más: somos sujetos e interlocutores. Dejar de ser vistos como irracionales o acaso dialogantes solo cuando aceptamos sus términos. Por eso no se trata de que nos den un par de carreteras o proyectos de saneamiento, que deberían gestionarse como parte del accionar regular del gobierno. Se trata de cambiar los términos de nuestra relación porque, así como está, no es democrática. ¿Y cómo se cambia? Eso nos toca preguntarnos a todos y especialmente a Lima: el lugar geográfico donde se concentran la mayor parte de las instituciones gubernamentales y poderes económicos con capacidad de influencia política, pero también el lugar simbólico desde el que se erige el modelo de “desarrollo” a seguir. Una Lima que, si ve un negocio juliaqueño en lugar de reconocerlo e incorporarlo a las redes económicas, lo criminaliza. Una Lima que si bien reconoce que algo no está bien (porque también vive la pobreza y la exclusión), ante una crisis compra más víveres y no es su primera opción organizarse y reclamar. Una Lima que presa del miedo nos llama revoltosos o flojos.
¡Eso! ¡Eso no somos! Hablábamos con una compañera en el bloqueo de Santa Lucía, en la carretera de Puno a Arequipa. Ella, como una de las miles de mujeres que aunque no tengan cargo sostienen la lucha, me contaba lo difícil que resultaba no salir a vender los días que estaba en el bloqueo, mientras veíamos como una estudiante sentada encima de una piedra llevaba clases en su celular. Ellas seguían a pesar de todo. No solo Puno no es flojo y se ha hecho a pesar del centralismo, sino que se hace cargo de un tipo de responsabilidad que en los contextos liberales se hace muy fácil evadir: las responsabilidades colectivas. Aquellas que no solo te atañen cuando violentan a tu familiar o amigo cercano, sino a los tuyos y esos tuyos son tu pueblo, tu lugar de pertenencia. Porque ante una historia republicana excluyente, casi siempre tenemos claro que no somos como ellos y que finalmente somos los que Lima rechaza cuando dice: ¿qué se han creído?
En suma, cambiar la relación, pasa porque cuando escuchemos aimaras no se nos califique despectivamente como radicales sin acaso conocernos y preguntar por qué hacemos lo que hacemos.
Foto: Federico Ríos
Lo que sí somos es una meseta de pueblos profundamente sensibles y orgullosos. Y todo el esfuerzo invertido en estar en la ciudad del río hablador o acaso bloqueando una pequeña carretera de tierra que ni los medios locales reportan es la muestra de nuestra desesperada necesidad de hacer algo. Porque nos han querido pisotear, y eso no se permite. Y aunque probablemente no sea lo más estratégico bloquear esos caminos, se hace desde la indignación e incapacidad de concebirse por fuera de la lucha colectiva. Y se hace en el territorio, porque o no todos pueden ir a Lima, o porque estamos acostumbrados a que, si algo sucede, nuestro pueblo no puede seguir como si nada. Es dignidad, y seguro una complejidad de demandas más, pero siempre dignidad. Entonces, si tanto se va a hablar de Puno, debe hablarse ante todo de dignidad.
Lo que también somos es un pueblo que se sigue reconstruyendo a sí mismo. Todo lo dicho no significa que no tengamos profundas contradicciones y paradojas, en las que aún persisten oligarquías locales y no poco machismo. Lo que hemos dicho es que nos corresponde enfrentar nuestros líos como interlocutores ante el país. Como todos los pueblos quisiéramos.
Sigamos hablando hermanos y hermanas, contemos lo que estamos haciendo. Con Dina no tenemos nada que dialogar, porque no se dialoga con asesinos/as. Conversemos nuestras discrepancias y encuentros. Que la desconfianza no se apodere de nuestra asamblea más grande, el país. Que no nos sigan quitando la palabra ¡Sarapxñani kullakanakax jilatanakax!