Un año
Psicólogo
Voy camino a la panadería y en la esquina me cruzo con una señora y su perro. Es blanco y pequeño y, sin pensar, le digo: “Su perro tiene cara de perro feliz”. “Gracias, es un terrier”, me contesta. Sonreímos debajo de nuestras mascarillas. De pronto, me hace un pedido insólito: “¿Me permite conversarle sobre la palabra de Dios?”. Me desconcierta, pero asiento. Si me canso, puedo terminarla cambiando de ruta. Y empieza a narrarme la historia de la salvación según San Pablo. No veo en ella un afán proselitista, buscando afirmaciones mías tipo “¿no le parece?” o “cierto, ¿verdad?”. Subraya lo de la vida eterna, lo de la resurrección, ese incomprensible “aunque muramos, tendremos vida eterna”. Nos cruzamos con otras dos personas y ella sigue paralela a la vereda por donde camino, conversando con normalidad, sin el tono solemne del Hermano Pablo. De pronto, como comenzó, termina: “Yo me quedo, aquí vivo. Que tenga un buen día”. Le deseo lo mismo y sigo mi camino.
No salgo de mi asombro. Mis amigos ateos se reirían. Me pregunto si hay un significado oculto, más allá del discurso de Pablo dirigido a judíos y gentiles de todas las épocas. Y me digo que no, que tal vez era la angustia de la señora ante los días negros que vivimos, que la impulsó a hablar con un desconocido y brindarle una palabra de aliento o esperanza. Nada más. ¿Nada más? Decía el padre Gustavo, que había que aprender a esperar contra toda esperanza. Pero todos vamos a morir, nos recuerda Séneca. Hemos nacido para morir, decían los existencialistas, frente al horror de la Segunda Guerra Mundial. (Estoy terminando de leer en la novela de Jonathan Litell, “Las Benévolas”, cómo fueron los últimos meses de la Alemania nazi y las matanzas de los judíos en su repliegue de Birkenau y entiendo a Camus)
Esto también es como una guerra. Cada semana hay avisos mortuorios de padres y madres de compañeros y amigos. Y también de hermanos y esposos. Tengo la sensación de que el cerco se va cerrando. Las misas por internet son la lectura de una larga lista de enfermos y otra más larga de fallecidos. Pienso, ¿cuándo me tocará a mí? No, me digo, hay que pensar al revés, hay que contar los días que faltan para que a uno le toque la vacuna.
¿Hemos tenido este año de dolor para aprender a tener com-pasión? ¿Me he pasado al equipo de los buenistas ingenuos, que creen que deben sacar una lección de todas las experiencias, por más negativas que sean? La tele no muestra mucha solidaridad, que digamos. Nos muestra que el sálvese quien pueda, incluye a los capitanes de barcos, botes y barquichuelas. Y sin embargo, hay que seguir. Que las palabras no sobran, aunque el interlocutor no te haga mucho caso, como le pasó a la señora del perrito. Que hay que hablar, aunque tengamos que morir. Que hay que intentar unirnos, aunque haya políticos sean hipócritas y, algunos, malvados.
Recuerdo una escena de “El huevo de la serpiente”, la tremenda película de Bergman. En ella un inspector de policía que interroga a extranjero por una muerte extraña, se lamenta del caos que vive Alemania en el año 23 porque los trenes han comenzado a demorar. Y le pregunta por qué los maquinistas no hacen bien su trabajo y por qué el extranjero no da de comer a los elefantes del circo donde trabajaba. Tal vez trataba de decirle que, en medio del caos, uno puede contribuir a que la vida continúe si sigue una rutina y no baja los brazos. Aun cuando uno no tenga trabajo, aun cuando la amargura o la tristeza lo atenacen para paralizarlo o callarlo. Una palabra amable a un desconocido puede cambiar la perspectiva del que la da y del que la recibe. En tiempos de guerra, “ya te estás ganando alguito” como decía el moreno del sketch, en la que libramos contra el terrorismo y la hiperinflación hace treinta años. No todo está perdido. Mis nietas, Esperanza y Alegría nacerán dentro de un mes…