Un viejo debate: el poder
Historiador
“que esas costumbres Se descolonicen”
J.F. Sánchez Carrión (1822)
Supongamos que gana el profesor Pedro Castillo, en medio de esta histeria colectiva inducida por el temor de la extrema derecha, a perder ciertos privilegios que se fundan no solamente en el imperio del dinero y el poder material, sino en certezas culturales, hasta en cierto sentido común, que tienen que ver con una hegemonía ideológica de la que se vienen sirviendo por lo menos desde 1822, que es formalmente el año que se establece el Estado republicano. Aunque hubo breves coyunturas de excepción, sobre todo en el siglo XIX, la tendencia se mantuvo intacta. Hasta ahora.
Imaginar a Pedro Castillo presidiendo los rituales de Estado, ejerciendo el mandato constitucional sobre las Fuerzas Armadas, las instituciones públicas, la cancillería, en una palabra, encarnando el Poder que la Nación le delega por cinco años. No hay que ser científico social para reconocer que, lo terrible está a la vuelta de la esquina, si es que Castillo gana. Cinco años no son nada, para desmontar un sentido común muy arraigado aun entre los sectores plebeyos y que admite las jerarquías sociales y el ejercicio del poder, como resultado del destino.
Si Castillo triunfa, ¿ese entusiasmo que hoy acompaña a sus simpatizantes de aquí y de allá, seguirá intacto cuando deban sostenerlo, las calles será uno de los escenarios no el único, frente a la arremetida, guerra abierta o terrorismo blanco de sus enemigos? Hasta el historiador más bisoño sabe que, lo que está en juego son siglos del ejercicio de la colonialidad del poder, recordando a Aníbal Quijano.
El Perú aún presenta el retrato de un país adolescente, con un sistema de gobierno presidencialista, que debe responder al mandato de unas mayorías electorales que en las últimas décadas han sido despojadas de su dignidad de mil formas, casi embrutecidas con método vía reformas en el sistema educativo, embriagadas con espectáculos pueriles; y, sin embargo, esas multitudes se mueven, se conmueven. De vez en vez se agitan. Pero también sabemos que cuando masa y poder se dan la mano en este desgraciado país, sobrevienen fenómenos que espantan. Como esos nudos de poder colonial aún intactos entre una clase dominante, ya casi irrecuperable, y para quienes lo nacional es una palabra hueca. Sigamos suponiendo que Castillo gana, y que como antes, como casi siempre en este triste país, hace exactamente lo opuesto a lo que hoy propone. De manera que, dejando a un lado la euforia, se avecinan tiempos sombríos. Quizás sería mejor que gane la procesada, para terminar de convencer a esos tibios que piensan que el poder en el Perú, es una experiencia moderna, civilizada. También puede ocurrir un huaico entremezclado de lodo y sangre. Nadie en su sano juicio lo desearía; solo que ese sano juicio es lo que menos define a este país impredecible. Aunque es poco decoroso citarse uno mismo, en varios textos breves de hace años, ya intuía este escenario; al final de uno de ellos publicado el 2017 me preguntaba: “En realidad uno, cualquier peruano, puede tomar un elemento o vestigio de la trayectoria republicana, y a partir de ello, verificar manifestaciones múltiples de frustración social y de hastío ideológico. Desde 1980 en adelante, se ha puesto en movimiento un periodo cuyo desenlace está muy próximo. ¿El país está preparado para contemplar el final de una época cargada de frustración moral, de enconos étnicos y sociales irresueltos?”(1)
Pues tampoco sería nada raro que los que el domingo voten por Castillo, luego desengañados, hagan suya esa frase con que Monteagudo les recriminaba desde Quito a los utópicos republicanos de su época luego de su expulsión de Lima: “malditas sean sus virtudes, ellas han causado la ruina de la patria”