Una nueva hecatombe palestina
Escritor
Para quienes lo observamos desde lejos, sin las distorsiones impuestas por la inmediatez, las líneas directrices de un juicio moral y político sobre lo que está ocurriendo en la franja de Gaza no deberían ser difíciles de dilucidar: las atrocidades de Israel no justifican las de Hamás; las atrocidades de Hamás no justifican las de Israel. Decirlo es necesario, aunque sirva de poco.
Debería estar claro también que ambos actores tuvieron y tienen opciones, rutas alternativas, y que no las han seguido por decisión propia. Esa decisión, en ambos casos, responde a un entramado de incentivos políticos y posicionamientos ideológicos de muy profunda raíz, y se sostiene en un espeluznante cálculo de horrores. A ambos lados del conflicto hay facciones interesadas en extremar las opciones militares y radicalizar la confrontación, cualquiera sea el costo en vidas civiles. Más aún, a ambos lados del conflicto hay facciones que ven ese costo como un beneficio y lo persiguen de manera expresa, y en ambos hoy esas facciones tienen hegemonía.
Esta no es una falsa equivalencia. Aunque tengan lo anterior en común, Israel y Hamás (que, por si hiciera falta repetirlo, no es toda Palestina) no son equivalentes. Una diferencia obvia entre ellos es la diferencia de poder.
Con toda la crueldad de sus tácticas terroristas y su vocación sanguinaria, con la inconcebible estela de víctimas y dolor que deja tras de sí, Hamás no está ni estuvo nunca en condiciones de arrasar el territorio israelí, desmontar su estado y destruir la sociedad que lo ocupa. Querría hacerlo, sin duda. Pero no puede.
Las fuerzas de defensa de Israel, en cambio, sí están en condiciones de arrasar los territorios palestinos, sobre los cuales ya ejercen control efectivo, y pueden demoler su infraestructura y sus instituciones hasta hacer inviable en ellos cualquier forma de vida social y económica. Lo han venido haciendo durante décadas. Pueden hacer inviable incluso la limitadísima vida social y económica que se sostuvo bajo estado de sitio en la franja de Gaza en los últimos 16 años, o en la Cisjordania ocupada, fragmentada y sometida a un violento proceso de colonización en ese mismo periodo (y desde mucho tiempo atrás).
En otras palabras, Hamás no representa un peligro existencial para el estado de Israel o la sociedad israelí, pero Israel sí representa un peligro existencial para la sociedad palestina. Esta consideración debería bastar para que la comunidad internacional y los sectores moderados al interior del propio Israel intenten, con todos los recursos a su alcance, sofrenar la respuesta a los ataques de la semana pasada. Eso no está ocurriendo, y es poco probable que ocurra en lo inmediato.
Pero si lo anterior no basta, los cálculos estratégicos de mediano y largo plazo deberían apuntar en la misma dirección, y tampoco lo están haciendo. Una lección que los estrategas israelíes no parecen interesados en aprender de las últimas décadas —desde la firma de los acuerdos de Oslo en 1993, digamos— es que asfixiar los espacios de vida social y económica del pueblo palestino resulta en una radicalización de la resistencia, no en su sometimiento. Organizaciones como Hamás y Yihad Islámica, otro grupo terrorista activo en Gaza, tienden a expandir su influencia en tales condiciones; ese es su contexto natural, el terreno en el cual encuentran su sentido. Los grupos menos radicales y menos militarizados (es decir, aquellos con los cuales es concebible algún tipo de negociación duradera, si hubiera el interés) tienden más bien a marchitarse y desaparecer. Eso es lo que ha sucedido en la franja de Gaza bajo el estado de sitio que se instauró en 2007, y es muy difícil que ocurra algo distinto bajo un nuevo statu quo una vez que amaine la batalla en curso.
De hecho, es probable que uno de los objetivos de la dirigencia de Hamás al lanzar su ataque —un pasmoso despliegue de violencia terrorista que no sirve casi ningún otro fin táctico que el de su propia espectacularidad— haya sido precisamente el de provocar una respuesta de tierra arrasada, con el cálculo de preservar sus estructuras clandestinas y erigirse, cuando el polvo se disipe, como la única opción de resistencia entre las ruinas.
De ser ese el caso, los intensos bombardeos de áreas civiles que se han vivido esta semana y la aún mayor violencia que se anticipa una vez que Israel despliegue sus fuerzas terrestres pueden ser interpretados por Hamás como primer paso hacia la victoria estratégica. Una victoria que, de ocurrir, no será militar sino política, y se construirá sobre una nueva hecatombe palestina.
La dirigencia de Hamás parece empeñada en seguir ese rumbo. Lo único que podría impedir tal hecatombe es un liderazgo israelí con la valentía y la capacidad de maniobra necesarias para detener el ciclo de violencia. Ese liderazgo no está hoy en el horizonte; al menos hasta ahora, el dolor, la furia y el reclamo de venganza provocados por la asonada terrorista le han otorgado un nuevo aliento de legitimidad a la coalición ultraderechista y ultrarreligiosa que Benjamín Netanyahu preside, en la que no faltaron nunca voces favorables al exterminio de la población gazatí y cisjordana, y le han permitido poner a su país en pie de guerra con el apoyo de una vasta mayoría de la población, incluyendo el de las fuerzas opositoras organizadas.
Así, el único camino que parece abierto ahora es el desolador camino de la guerra total, que ya está declarada y en marcha. Los estrategas israelíes se muestran convencidos de poder derrotar por esa vía a Hamás y resolver así el problema que Palestina les representa. Pero incluso si logran lo primero, no lograrán lo segundo, pues ese problema nunca ha sido principalmente militar y su solución nunca ha sido posible mediante despliegues de fuerza, por atroces que sean. Es un problema principalmente político, y su solución empezará a gestarse el día, hoy imposiblemente lejano, en que dejen de estallar las bombas y silbar las balas.