Una revocatoria en Putinza
Profesor
Al aproximarse la Consulta Popular de Revocatorias que habrá en octubre en trece distritos rurales, he recordado aquella del 2004 que pasé en San Lorenzo de Putinza, distrito de la provincia de Yauyos. Volver allí es una idea que ronda mi cabeza. ¿Cuánto habrá cambiado en estos años? ¿Seguirán cultivando manzanas en sus chacras?, ¿silbará por la tarde el viento, retumbando cual trueno, en los techos de calaminas?, ¿seguirán las noches sin alumbrado en sus calles? Recuerdo la primera vez que fui hasta Putinza. Partí de Nuevo Imperial y viajé hasta Catahuasi, para sentarme en su plaza largas horas, alzando mi mano a cada combi, cada camioneta o camión, esperando que parasen. Hasta que un camión paró y averigüé que iba hasta el puente de Putinza. Me trepé a la tolva para viajar temblando de frío, al lado de dos niños que no temblaban, conversando con ellos, mientras veía a ratos el camino de trocha y a ratos los cerros o las nubes, hasta que, ya entrada la noche, de pronto paró el camión y escuché el grito del chofer: “¡Joven ya estamos en el puente, baje ya!”
Mientras pagaba el pasaje, respiraba con tranquilidad, alegre, pues, creí haber llegado a mi destino. Pero no, el chofer me dijo: cruzas el puente y subes hasta Putinza, una hora más o menos. Luego, pisó el acelerador, y me quedé mirando como se perdían en medio del polvo los focos rojos del camión. Me di de bruces con la oscuridad. Me reproché por no haber comprado la linterna, que más de una vez me ofrecieron los ambulantes de Nuevo Imperial. Hablaba solo sin saber qué hacer, hasta que, poco a poco, mis pupilas se dilataron dejándome ver no tan lejos, la tenue luz de un foco de una casa solitaria; escuché el fluir de las aguas del río, el canto de los grillos y el ladrido de dos o tres perros, suficiente señal para saber hacia dónde debía empezar la subida hasta San Lorenzo de Putinza.
Al día siguiente, en mi primer día de trabajo, recorrí las pocas cuadras del pueblo junto a Benito, mi compañero de trabajo. Primero fuimos a la tienda de la plaza donde vendían de todo un poco; a diferencia de las tiendas de Lima, las de los pueblos como Putinza son más que un lugar de expendio, pues en ellas se puede entablar charla con la dueña de la tienda o con sus clientes. En aquella primera visita encontramos tres señoras de mediana edad y un abuelo con bastón y sombrero, que reían departiendo bromas junto al amplio mostrador. Nos presentamos vistiendo nuestros chalecos azules y con nuestra mejor sonrisa, les contamos de nuestras primeras impresiones del lugar, resaltamos su belleza, la tranquilidad circundante y sobre todo la exquisitez de sus manzanas. Muy amables, dejaron que nos uniéramos a la conversa, preguntaron de dónde éramos y, poco a poco, se animaron a contarnos por qué, en un lugar tan apacible, se había llegado al punto de tener que votar si el alcalde se quedaría o tendría que irse.
Después, cruzamos la plaza hacia la casa del juez de paz. En la placita más bulla hacían los pajarillos que los dos niños descalzos que dejaron de correr para vernos pasar. Benito tocó la puerta de madera y mientras esperábamos me contó que cuando era registrador civil se encargó de organizar las elecciones en un distrito de Puno. Lo escuchaba, mientras observaba las paredes de adobe descascaradas y el techo de palo y calamina. El juez nos recibió en su pequeña oficina, hablamos alrededor de una mesita con patas desiguales y hule deteriorado. Me pareció un hombre honesto, humilde, pero con voz de quien se sabe autoridad y habla de frente mirando a los ojos. Le entregamos una invitación para que asistiera a la instalación de la oficina de la ONPE, le explicamos cómo sería la Consulta Popular de Revocatoria, tratando por igual a quienes querían la revocatoria y a los que defendían al alcalde, que visitaríamos centros poblados y caseríos, alentando al pueblo a que acudiera a votar.
Al día siguiente, invitamos a los presidentes de la comunidad campesina y de la junta de regantes, a los directores de la escuela y del colegio, al encargado de la posta médica; así como a otros lideres de la comunidad.
Al acto inaugural le siguieron días de viajes a pie, bajo un sol que alumbraba pero no calentaba, para visitar los caseríos. A ratos parábamos la marcha para descansar y, entonces, me gustaba contemplar el camino recorrido, las casas diminutas por la lejanía, el verde de los manzanos y el marrón de las rocas. El trabajo era caminar y caminar, celebrando los encuentros con los caminantes o con quienes labraban la tierra; eran nuestros momentos felices porque podíamos charlar y obsequiar nuestras cartillas de información. Me gustaba verlos sonreír al entender cómo sería la sucesión de autoridades en caso procediera la revocatoria. Usaba unas tarjetas de colores, las que movía sobre el suelo mientras explicaba, cual mago en una feria de diversiones.
Los días que no salíamos a los caseríos, trabajábamos en el pueblo. Uno de esos días Benito me pidió acompañarlo al colegio secundario. Allí nos recibió su director, quien nos pidió ayudar a sus alumnos del quinto año de secundaria, porque en una clase, el profesor de educación cívica, había abordado el tema de la Consulta de Revocatoria y quedaron confundidos. Contó que quien si entendió la clase fue el brigadier del aula, un joven llamado Luis, tan empeñoso que pidió que se ensaye consultando la revocatoria de su cargo de brigadier. Dijo que ya habían acordado la fecha y todos esperaban que la ONPE ayudara, prestando los materiales necesarios para la consulta. Benito me miró y yo acepté, sin dudar. Todo parecía ideal, los jóvenes aprenderían y podrían enseñar a sus padres. Estuve contento el resto del día. Pero en la noche, imaginé una escena de bulling contra Luis, si acaso fuera revocado; el ensayo de revocatoria se podría convertir en un pretexto para desconocer la autoridad del brigadier. ¿Sería mejor detener todo? Dormí inquieto aquella noche.
Al día siguiente, me propuse conocer al brigadier. Fui al colegio, sin mi chaleco azul, para no llamar la atención, crucé su patio central, hasta encontrar el aula del quinto año donde el profesor de turno explicaba su clase. Me acerqué a la ventana, para atisbar y ubicar el cordón amarillo sobre el hombro del brigadier. De pronto, sonó un timbre y poco a poco los estudiantes fueron saliendo, y descubrí lo que temía: algunos se burlaban de Luis, diciéndoles “mañana nadie votará por ti” y se reían con carcajadas de adolescentes que nunca miden las consecuencias de sus palabras. Por la tarde estuve preparando las cédulas, la lista de electores, el ánfora, el acta, todo aquello que necesitaría la mesa de sufragio. Benito había viajado a Cañete y volvería por la tarde. No era una tarea difícil porque sólo se instalaría una mesa, lo difícil era soportar la desagradable idea de ser parte de un bulling generalizado ¿Qué pasaría si Luis fuera revocado por un rotundo 100 % de votos revocadores?, su intención era noble, pero ¿cómo le pagarían sus compañeros?
Por mañana del día de la “consulta”, me desperté con la sensación de ser un profesor presto a su primer día de clases. Después de un desayuno frugal, salí rumbo al colegio. Benito no había vuelto, así que todo quedaba a mi cargo para lograr que la experiencia fuera significativa. Con tal convencimiento me planté frente a los alumnos, les dije que la ONPE estaba al servicio del país y que por ello estaba para ayudarlos a entender lo que era una consulta de revocatoria. Los felicité porque siendo tan jóvenes innovaban con un método vivencial, para entender, experimentando, cómo los ciudadanos deben meditar antes de votar. Les dije: yo no conozco a Luis, solo sé que es el brigadier del aula; ustedes lo conocen, saben si tiene méritos o no para seguir en el cargo que le dieron al empezar el año escolar, ¿cumple y hace cumplir las reglas de convivencia en el aula?, ¿es un buen compañero? Mediten, si su conciencia les dice que Luis merece seguir en el cargo deberán votar por el NO y si, por el contrario, les dice que no merece seguir en el cargo, deberán votar por el SI.
Nunca viví un escrutinio tan emocionante: los miembros de mesa mostraban las cédulas, yo llevaba la cuenta haciendo palotes en la pizarra. Cuando miraba a Luis, me ponía en sus zapatos y no podía evitar el retumbo de mi corazón, ¿habría calado mi mensaje? Los votos del SI y del NO iban prácticamente empatados, como si se estuviera cumpliendo el guión de una película que deja el desenlace para el último instante. Y así fue, terminada la votación, se sumaron los votos y vi la ancha sonrisa de Luis y escuché gritos de celebración. Muchos empezaron a aplaudir, parecía que todos habían votado a favor del brigadier. Los percibí más amigos que nunca. Varios profesores del colegio habían sido testigos del evento, el director se acercó a agradecerme: “en verdad Luis es un excelente estudiante y brigadier y sus compañeros así lo han reconocido”.
¿Qué será de aquellos jóvenes? ¿Qué será de Luis? ¿Cuántos vivirán en Cañete o en Lima? Tal vez, habrán emigrado para trabajar o estudiar, y vuelven a su tierra cada vez que hay elecciones. Quizá, en la cámara secreta, recuerden la clase vivencial que compartimos y entonces votarán guiados por su conciencia. Si nunca volviera a San Lorenzo de Putinza, me quedará el consuelo de haber escrito esta crónica para siempre recordar.