Borrar, matar, desaparecer
Escritor
En horas de la madrugada del pasado miércoles, un grupo de desconocidos recorrió varios puntos céntricos de la ciudad de Lima con el objetivo de destruir los murales y memoriales erigidos en homenaje a Inti Sotelo y Jack Pintado, los jóvenes manifestantes asesinados por la policía el 14 de noviembre. Poco después, esa misma mañana, los medios de prensa identificaron uno de los vehículos utilizados en el operativo, y se verificó su vinculación con un activo militante fujimorista. Nadie más ha sido nombrado como partícipe, y se desconoce si hay alguna investigación oficial en curso sobre lo ocurrido.
Fuerza Popular deslindó prontamente con ese acto de vandalismo, el cual atribuyó al grupo denominado "La Resistencia". El deslinde suena hueco. El partido tiene lazos antiguos con esta organización semiclandestina: "La Resistencia" ha actuado como portátil y fuerza de choque del fujimorismo desde hace ya algún tiempo, e incluso algunas prominentes figuras partidarias se han declarado sus miembros. El vínculo es indiscutible y lleva el acre aroma, de vieja data en la política peruana, del disparo con dos cañones.
La conexión con el fujimorismo y sus redes de influencia ayudaría a explicar cómo así un operativo de varias personas y vehículos pudo realizarse en horas de inamovilidad forzosa, en uno de los sectores más intensamente patrullados de la ciudad, sin ser detectado o intervenido. En todo caso, quizá no es casualidad que la destrucción de aquellos monumentos ciudadanos haya sucedido el mismo día en que la jefa de Fuerza Popular iba a__ reunirse en Palacio con el Presidente Sagasti__, cabeza de un gobierno que le debe su existencia a las protestas de noviembre, y que tiene con los asesinados y sus familias una significativa deuda moral que es también una deuda política. Quizá visto en ese contexto el mensaje estuvo más claro de lo que nos parece a los observadores externos, y su destinatario no fue el conjunto de la ciudadanía sino un ciudadano específico.
Más allá de lo anterior, que a fin de cuentas puede quedar entre los tejemanejes de la política menuda (casi la única que tenemos, aunque no nos lo parezca), varios temas de fondo están en juego en estos eventos, y vale la pena no perderlos de vista.
Ya Teresa Cabrera ha trazado aquí mismo los puntos de encuentro entre esta borradura vandálica del homenaje ciudadano y lo que llama la "pulsión de orden municipal", presente por ejemplo en el traslado de un memorial similar del distrito de Miraflores al espacio oficial del LUM. Aunque metodológicamente contrapuestas, ambas—el traslado ordenado y el desalojo violento— son operaciones de control destinadas a imponer tutela sobre los usos del espacio urbano y a erradicar de él cualquier conmemoración civil no prescrita desde el Estado. Reconocer ese trasfondo, como propone Cabrera, es necesario para entenderlas.
Al mismo tiempo, creo que la diferencia entre esas dos acciones, vista en el contexto de las protestas de noviembre y el gobierno transitorio en el que resultaron, tiene una valencia propia. Subrayarla quizás ayude a comprender los significados (aún en construcción) del ciclo que se ha abierto en la política peruana.
Me refiero a esto: además de un impulso hacia el control del espacio urbano y los regímenes de su uso, la destrucción violenta, clandestina y amparada de nocturnidad de los homenajes a Inti Sotelo y Jack Pintado expresa el deseo de eliminar su presencia pública, borrar sus nombres de la memoria colectiva y, de manera a la vez simbólica y literal, desaparecerlos.
El vandalismo contra esos monumentos es una segunda escenificación de los asesinatos cuyas víctimas se conmemora en ellos. Destruir en efigie es volver a matar. No hace falta forzar demasiado la analogía para reconocer ahí, en ese deseo radicalmente reaccionario, el embrión de un proyecto político de más largo alcance, con voluntad homicida. Y no se hace difícil entender que las facciones dispuestas a darle operatividad a ese deseo (en alianza con los intereses y capitales corruptos tras la maniobra lumpen-constitucional de principios de mes, los cuales siguen en pie pese a haber fracasado en su intento) ven la protesta ciudadana como su innegociable y letal enemigo.
Ese tiro al menos parece haberles salido por la culata: los monumentos y memoriales a los héroes civiles del 14 de noviembre se multiplicaron en varios otros puntos de la ciudad desde aquella madrugada de vandalismo, y el intento de borrarlos más bien parece haber insuflado nuevo brío al espíritu de la protesta. Aun así, es poco probable que cejen en sus intentos, y no debe descartarse que encuentren formas más efectivas, menos torpes, de lograr sus objetivos.
Las líneas de la batalla política de fondo en las semanas y meses que vienen, y más allá también, han estado claras desde el principio, y lo ocurrido esta semana no ha hecho otra cosa que confirmarlas. Lo que la movilización ciudadana confrontó este mes, y continúa confrontando, no es nada más la voluntad corrupta de capturar totalmente el Estado. Es también, aliada a ella —y todavía en embrión, pero de ninguna manera inconsecuente— la voluntad reaccionaria de desaparecer, literal y simbólicamente, a sus opositores.
La historia del Perú en los últimos 30 años no debería permitirnos ignorar el peligro que se agazapa en esa amalgama, o cerrar los ojos ante la posibilidad de que obtenga lo que busca y empiece a satisfacer abiertamente su deseo. Impedirlo es la batalla. Y si este período ha de ser verdaderamente transitorio —es decir, un puente hacia un lugar distinto, y no solo un pasaje a más de lo mismo— todos en la calle, en el Congreso y en Palacio estamos obligados a entenderlo.