Opinión

Sobre izquierdas reaccionarias y revolucionarias: una respuesta a Sebastián León

Por Jorge Frisancho

Escritor

Sobre izquierdas reaccionarias y revolucionarias: una respuesta a Sebastián LeónDW

La semana pasada, antes de la primera vuelta, publiqué un breve artículo titulado “Por qué no votaré por Pedro Castillo”.(1) Lo pueden leer aquí. Pese a haberlo encontrado “pueril y de una precariedad desoladora”, Sebastián León, filósofo de la PUCP, se tomó el trabajo de escribir una respuesta porque, dice, la unidad de la izquierda es importante y él está dispuesto a “corregir las posturas equivocadas”, especialmente aquellas que, como las mías, están “atravesadas de prejuicios de clase”. El artículo de León se titula “Sobre izquierdas modernas y primitivas: Una crítica a la denuncia de Jorge Frisancho del ‘irracionalismo de izquierda’ en Perú Libre”, y se encuentra en este enlace.

Normalmente, dejo pasar intervenciones como esta, que entran a la discusión para escuelear y “corregir” a los demás desde el inmarcesible pedestal de autoridad que les confiere su espejo, porque no me parece que merezcan mayor comentario. En su demagógico despliegue de arrogancia, se comentan solas. Pero en este caso, creo que vale la pena aclarar algunos puntos, pues hay aquí el germen tanto de un acuerdo como de un debate importante, y, más allá de este intercambio, puede ser útil que ambos continúen en contextos de mayor relevancia.

Para llegar ahí, sin embargo, es necesario deshacer tres malentendidos.

¿De qué estamos hablando?

El primero tiene que ver con el objeto de discusión. León establece temprano la oposición binaria que alimentará su crítica. Esta oposición binaria se da entre “el ideal de un racionalismo rancio”, del que supuestamente yo soy adalid, y “los afectos” del pueblo peruano, cuya legitimidad y validez él rescata. Aquí, el “ideal del racionalismo” es algo inane e inútil, “completamente desligado de la realidad y el sentir populares”, mientras que los afectos de las clases trabajadoras aparecen cargados de potencia revolucionaria.

Sin embargo, esta oposición entre “racionalismo” y “afectos” no es de lo que se ocupa mi artículo, y alzarse a defender los segundos en contra del primero difícilmente constituye una crítica de lo que ahí digo. Lo que dice mi artículo está bastante más circunscrito. No es una “denuncia del irracionalismo” o de “los afectos”. Se centra únicamente en uno de estos últimos, en singular, y no lo cuestiona por ser “irracional”, sino por ser un impedimento para las necesidades de la organización política.

Ese afecto es el que designo con el término ressentiment, y la distinción que quise hacer sobre él es la de su mayor utilidad para una organización fascista que para una organización socialista. Así distingo entre estas: la eficacia política de las organizaciones y movimientos fascistas se encuentra en el simbolismo y el teatro del poder, no en una transformación fundamental de las relaciones sociales; las organizaciones socialistas, en cambio, tienen su razón de ser en esa transformación, y solo secundariamente instrumentalizan el simbolismo. En esos términos formulé mi “denuncia” del ressentiment.

En este punto, no tengo más remedio que hacer algo que en otro contexto sería imperdonable: citarme a mí mismo. Esto es lo que escribí:

“Para una organización o un grupo socialista, en cambio, las cosas son distintas. Las necesidades y deseos a los que debe dar forma y expresión política, emergidos de la conciencia de clase, no se satisfacen por el peso simbólico de los actos y las palabras. No hay eficacia ahí, solo trampas y callejones sin salida. Por eso, imaginar que se habla y se actúa desde la conciencia de clase cuando se hace sobre todo desde el ressentiment deforma las decisiones estratégicas y tácticas, desvirtúa la identificación de las contradicciones y los enemigos principales, y bloquea la posibilidad de forjar alianzas necesarias para la acumulación de fuerzas en la coyuntura dada”.

Entiendo que el término “ressentiment” es problemático. Se confunde fácilmente con “resentimiento”, y su uso se toma con igual facilidad por desdén aristócrata. Eso es lo que ocurre, de hecho, en el artículo de León, quien me acusa de “revivir las oscuras fantasías de la clase media alta y su conocido temor al ‘indio resentido social’”. Mal cálculo, el mío: debí saber que, en el contexto de una airada campaña política, esa lectura sería inevitable, y explicarme mejor o usar un término distinto. Aclararé entonces lo que quiero nombrar con esta palabra, y que quede para las lectoras y los lectores —o para Sebastián León— encontrar una mejor para nombrar lo mismo.

En mi artículo, definí el ressentiment de esta manera: “la herida psíquica que resulta de una distribución inequitativa del prestigio, el estatus y el poder social”. Aquí seré más explícito. Este afecto no tiene un contenido de clase predeterminado, salvo en un sentido muy básico. No es algo que “los pobres” sí sienten y “los ricos” no, y mucho menos es algo característico de “los provincianos” y no de “los limeños”. Si acaso, como sugiere la sociología del fascismo histórico y del neofascismo contemporáneo, está vinculado sobre todo con las clases medias y las pequeñas burguesías rurales y urbanas, pero incluso ese vínculo es relativo. El ressentiment resulta del orden social capitalista en tanto que totalidad, como un residuo de la formación de subjetividades en el contexto de las relaciones sociales alienantes, la reificación y explotación del trabajo, y la presión total del sistema hacia el individualismo. Así, pues, es algo que cierto tipo de liderazgo siempre puede explotar, cualquiera sea su audiencia. Todos o casi todos lo sentimos en alguna medida, y todos o casi todos somos susceptibles a su llamado.(2)

Ressentiment, organización, conciencia de clase

Quizá esto haga más visible el segundo malentendido que encuentro en la crítica de León. Como debe quedar claro en la cita anterior, mi “denuncia” del ressentiment como emoción política no se dirige a los individuos o sujetos colectivos que lo sienten y lo expresan, sino a las organizaciones que lo instrumentalizan. Y lo que cuestiono no es que lo instrumentalicen, sino que lo confundan con otra cosa. En otras palabras: no se trata de si lo que llamo ressentiment es “bueno” o “malo”, o de si es o no legítimo que las personas lo sientan, o de si es válido que las organizaciones se apoyen en él en alguna medida; se trata de cuán eficaces son, en el andamiaje de un proyecto político socialista, las tácticas y estrategias que resultan sobre todo de ese afecto. Mi posición al respecto es clara: no son eficaces en sí mismas.

La razón por la que creo esto también es explícita. En la medida en que su objetivo es la transformación de las relaciones sociales, la eficacia política de una organización socialista deriva en su capacidad de articular y dar expresión a la conciencia de clase, no a los afectos en su estado puro, cualesquiera sean. Esto no significa que las emociones y los afectos deban ser negados o “domesticados” de alguna forma por ser “irracionales” (todas estas son palabras de León, no mías); significa que deben ser trascendidos en la organización política, porque solos no bastan. A eso me refiero al afirmar que las tácticas y estrategias derivadas del ressentiment no son políticamente eficaces en sí mismas para los socialistas. Necesitan la mediación de la conciencia de clase para serlo.

Esto me lleva al tercer malentendido en el texto de León que creo útil aclarar. Al afecto del ressentiment, mi artículo le opone la conciencia de clase, no “la razón” o alguno de sus derivados. León critica mi argumento, como dije, por considerar que enarbola “el ideal de un racionalismo rancio”, pero es realmente difícil entender cómo llega a tal conclusión a partir de lo dicho. ¿Insistir en la necesidad de la conciencia de clase en la organización socialista es pecar de excesivo racionalismo? Yo no lo creo. Lo que entiendo por conciencia, en tanto que auto-identificación de un sujeto social, involucra factores afectivos y factores racionales en un proceso necesariamente dialéctico, donde cualquier cesura tajante entre una u otra categoría (“racional” vs. “irracional”) es arbitraria e incapaz de describir las experiencias de las personas y las realidades tal cual son vividas. Conciencia no es razón. No se me ocurre una manera más clara de decirlo.

Pero lo realmente extraño no es que Sebastián León entienda así el término, sino que se resista a usarlo. Mi argumento se puede resumir de esta forma: “En una organización socialista, el ressentiment bloquea la conciencia de clase”. Los factores de la oposición que planteé están a la vista. Ya comenté lo que sucede con el primero de ellos en la crítica de León: se generaliza, convirtiéndose en “los afectos”, y en ese trámite su sentido se desvirtúa hasta volverse sinónimo de “irracionalismo”. El segundo factor, mientras tanto, desparece por completo. León no lo menciona. La frase “conciencia de clase” se lee en su texto solamente una vez como parte de una breve cita, y León no la comenta. Así, pues, pareciera que no tiene nada que decir sobre el concepto. No se sabe cuáles son para él los vínculos entre la conciencia de clase y los afectos, ni cómo se relaciona con aquel “irracionalismo” mencionado en su título, ni qué rol juega o debe jugar en la construcción y el trabajo de las organizaciones o los partidos.

Esto es extraño, digo, porque ese es el núcleo de mi argumento, y difícilmente constituye una crítica de este el ignorar así uno de sus términos. Pero ignorarlo es lo que le permite a León criticar ese argumento por “exigirles a las clases populares una disposición síquica zen” y “evangelizar al pueblo con ideologías pacifistas o meditación trascendental”; basta reemplazar cualquiera de esos conceptos —“zen”, “ideología pacifista”, “meditación trascendental”— con las palabras que realmente aparecen en mi artículo —“conciencia de clase”— para entender qué es lo que me causa extrañeza. En décadas de observar y participar en debates izquierdistas, nunca había visto a nadie interpretar el concepto de esa manera.

Un acuerdo y un debate

Pero la extrañeza es doble, en realidad, porque ningún lector o lectora atenta tardará en darse cuenta de que, sobre este punto en particular, Sebastián León y yo estamos diciendo lo mismo. Y ni siquiera en el fondo, como suele decirse: está todo ahí, en la superficie de nuestros respectivos textos. Yo insistí en la necesidad de que las organizaciones socialistas trasciendan el ressentiment hacia la conciencia de clase. León, más expansivamente, lo pone de este modo:

“Así, la responsabilidad de la izquierda revolucionaria no sería domesticar los afectos del pueblo: más bien, se trataría de evidenciar la racionalidad histórica presente a dichos afectos, encajarlos en una narrativa histórico-política de retribución y reconocimiento largamente negados (consistente con el análisis teórico), y crear órganos políticos que logren organizar y orientar la voluntad política. De esta manera, el resentimiento y demás afectos corrosivos pueden ser sublimados dialécticamente en el proceso en el que surge un orden social nuevo a partir del viejo”.

Sí, pues, Sebastián. Yo digo “trascender el ressentiment”. Tú dices “sublimar dialécticamente los afectos”. Yo digo “conciencia de clase”. Tú dices “una narrativa histórico-política de retribución y reconocimiento largamente negados (consistente con el análisis teórico)”. Yo digo “organización socialista”. Tú dices “órganos políticos que logren organizar y orientar la voluntad política”. Variaciones de vocabulario, diferencias terminológicas, combustible para el escolasticismo. En lo fundamental, estamos de acuerdo.

Pero dije al principio que aquí hay, además de la posibilidad de esta confluencia, el germen de un debate importante. Lo hay, y se desprende de todo lo anterior. Si estamos de acuerdo en que los afectos no tienen una valencia revolucionaria inmediata simplemente por ser lo que son o por venir de donde vienen, y estamos de acuerdo también en que deben ser trascendidos (o “sublimados”) a través de las organizaciones, la pregunta entonces es: ¿qué hace revolucionaria a una organización?

Yo tengo una respuesta. Una organización política es revolucionaria en la medida en que lucha, en última instancia y a partir de la conciencia de clase de las clases trabajadoras, para derogar la totalidad del orden social e instaurar uno nuevo. Obviamente, esta definición es teórica y solo sirve como orientación general; las situaciones, coyunturas y experiencias concretas son las que dan forma práctica a las cosas, y la separación entre ambos planos es útil únicamente como ejercicio de análisis. Ningún conjunto de ideas políticas tiene contenido independiente de la praxis. Además, las demandas tácticas y estratégicas obligan, necesariamente, a decidir qué confrontaciones se enfatiza y qué pasos se da para ir avanzando en cada momento determinado. Esa es la función del liderazgo, o una de ellas. Pero pongo el asunto en ese terreno porque me permite señalar el problema al que apunto, que en mi artículo expresé como la existencia de una “izquierda reaccionaria”.

Es este problema: la totalidad del orden social no existe como un objeto inerte, estático y externo que pueda manipularse como se manipulan los engranajes de una máquina. Existe como un sistema de relaciones, y es el producto de la continua interacción dialéctica entre las partes que constituyen ese sistema. Estas partes son tanto objetivas como subjetivas, tanto externas como internas, tanto “reales” como “imaginarias” (es decir, ideológicas). En otras palabras: las relaciones de explotación y dominación que constituyen el orden social en el capitalismo existen siempre, necesaria e indefectiblemente, encarnadas en instituciones, aparatos y prácticas. Esas encarnaciones son su materialidad, y una oposición revolucionaria es la que trabaja para derogarlas. Todas ellas.(3)

Dado esto, es concebible que una organización que se declara revolucionaria y se expresa en un vocabulario marxista aparezca como reaccionaria si se la observa desde el punto de vista de una institución, un aparato o una práctica determinada. Abandonemos el plano teórico, entonces, para llegar por fin al punto de debate: como yo veo las cosas, una organización socialista contemporánea que no trabaje para derogar las instituciones, aparatos y prácticas de la desigualdad de género, la constricción de los derechos reproductivos o la opresión de las personas LGBTIQ+, es reaccionaria. Todos esos son modos de explotación y dominación intrínsecos al orden burgués. Las instituciones en las que se encarnan son instituciones del poder burgués. Los aparatos que les dan materialidad son los aparatos que vehiculizan la dictadura del capital. Las prácticas en las que ocurren —entre ellas, por ejemplo, la vigilancia de “la moral y las buenas costumbres”— son partes fundantes del orden social, y no es posible ser revolucionario sin luchar contra ellas.

La intransigencia de la “izquierda macha”

Por supuesto, esa lucha no basta. No es condición suficiente, pero sí necesaria. Como dije, entiendo que las coyunturas concretas pueden inducir a aplazar algunos de sus aspectos, a priorizar ciertas políticas de estado sobre otras, o a adoptar determinados discursos y formas. Pero no puede obligarnos a desestimar esas luchas por principio, declarándolas improcedentes, secundarias, inmateriales o mera “preocupación burguesa”. Y tampoco es viable justificar su aplazamiento aduciendo que “así siente el pueblo”, como se escucha con demasiada frecuencia. Incluso si esto último fuera cierto —y es dudoso; “el pueblo” no es un monolito: siente, piensa y vive de muchas maneras—, el “sentir popular” en su estado puro, sin sublimar, sin trascender, no es el principio organizativo de la acción política, a menos que uno crea en el surgimiento espontáneo de la conciencia revolucionaria entre las masas.(4)

En la primera vuelta de estas elecciones, encontré en muchos activistas de Perú Libre y en las expresiones de su liderazgo suficientes elementos para concluir que no ven las cosas de la misma manera. Encontré un concepto de revolución que no reconoce la urgencia y la centralidad de esas luchas. Reconoce, sí, muchas otras reivindicaciones justas, urgentes y necesarias, pero no esas. Más aún, encontré que en sus medios y sus círculos ese debate estaba cerrado, sin lugar a reclamos. Lo atribuí a una forma de ressentiment que enfatiza el simbolismo y los motiva a “privilegiar demostraciones de fuerza sin solución de continuidad”, que son en realidad “el gesto autoritario y patriarcal de un radicalismo que no es más que intransigencia ‘macha’”. Como escribí, creo que esto distorsiona la identificación de los enemigos principales y dificulta la forja de alianzas que permitan acumular fuerzas en dirección al socialismo, en especial en una coyuntura política de ofensiva ultraconservadora y riesgo neofascista.

Ciertamente, todos estos juicios son parciales y están sujetos a debate, y pueden variar. Si en el curso de los acontecimientos resulta que estoy equivocado, cambiaré de opinión. Además, y más allá del proceso electoral, Perú Libre, sus militantes, sus activistas y sus simpatizantes son parte del campo popular y empujan un programa con varios de cuyos puntos me solidarizo. Hoy están en posición de contribuir significativamente a cambios positivos en el Perú, y para muchas ciudadanas y ciudadanos representan un viento de esperanza. Pero nada de eso los exime de crítica, ni hace que criticarlos sea, por necesidad, “rancio” o “clasista”.

Una nota final

Haré un comentario final sobre un tema un poco al margen, pero importante.

Concluí el artículo que Sebastián León critica refiriéndome a “una izquierda que habla y activa como si aún estuviéramos en 1985”, y dije de ella que “si se ciega a las realidades concretas sobre las que actúa —peor aún, si se niega a mirarlas— difícilmente conseguirá organizarse con eficacia. Quizá consiga algunas curules, quizá incluso algo más, pero ese será el límite de su práctica. Ese no es el futuro del socialismo. Ni siquiera es su presente. Es su pasado. Y no nos basta”.

Fue un poco desconcertante encontrar que, en respuesta a estas afirmaciones, Sebastián León se retrotrae aún más lejos —a los debates sobre el revisionismo bajo la Segunda Internacional de finales del siglo XIX—, pero no fue totalmente desacostumbrado: zanjar con “los socialdemócratas” es un gesto perenne de autoafirmación radical, y supongo que no debe sorprender su renovado despliegue en el contexto de las discusiones peruanas contemporáneas. Lo que me dejó pensando, más bien, es el aserto final que hace León sobre esas “dos izquierdas”, la socialdemócrata y la leninista: “Ya sabemos a cuál de las dos la historia le dio la razón”.

¿Lo sabemos realmente? Yo no estoy tan seguro. Si me apuraran por una respuesta, y si aceptara —no lo acepto— que “dar la razón” es algo que la historia hace, diría que no se la dio a ninguna de ellas (y añadiría que estudiarlas, entenderlas y sacar lecciones de sus ideas y sus experiencias, en vez de estar deslindando para siempre quién tuvo razón y quién estuvo equivocado en los debates europeos de hace cien o más años, podría ser de provecho para la izquierda peruana).

Y es que, a fin de cuentas, es difícil saber en qué sentido la historia podría haberle “dado la razón” a Lenin. La suya es una figura capital en la historia del pensamiento marxista y la praxis revolucionaria, y hay mucho que aprender de él (de sus aciertos y de sus errores). Pero el Estado socialista que fundó ha dejado de existir. Aquel Estado, si se me permite el cliché, lo barrió esa misma historia a la que León apela. Lo vencieron tanto la tenacidad y la potencia de sus enemigos como sus propias falencias internas, y si de lo que se trata es de construir un socialismo que perdure, que consiga oponerse de forma efectiva a la dictadura de las clases capitalistas y que emancipe a los trabajadores, no parece lo más recomendable levantar como bandera una apuesta que terminó en derrota. Esa no puede ser la “razón” que da la historia, si da alguna. Si queremos lograr lo que el Estado leninista no pudo, tenemos que intentarlo de otra manera.(5)


Notas

(1) En primera vuelta. En segunda vuelta, los cálculos son otros, y también lo son las campañas.

(2) En el Perú, la política de López Aliaga es también una política del ressentiment, y hay muchos aspectos de esa misma emoción en el fujimorismo, como los hay en el antaurismo. En la escena global, su presencia es evidente en el movimiento que se articula en torno a la figura de Donald Trump (sobre eso escribí aquí), y lo mismo sucede con Modi en la India, con Bolsonaro en Brasil y, en buena medida, con las exitosas ultraderechas centroeuropeas. Estos fenómenos son sin duda distintos y no sirve de mucho colocarlos en el mismo saco, pero en el actual período de crisis del capitalismo —período que es posible concebir como un tránsito entre regímenes globales, un interregno— comparten el venero de ese afecto, y anuncian algo nuevo que no es, ni se acerca a serlo, socialismo.

(3) Nótese que he preguntado qué hace a una organización revolucionaria, no qué la hace marxista. Simplificando y poniendo entre paréntesis lo problemático de todos estos términos: lo que la hace marxista es el reconocimiento de la primacía de lo económico como determinación de lo social, el reconocimiento de la lucha de clases como determinación de lo político, y el reconocimiento de la unidad entre la teoría y la práctica (todo ello, por si fuese necesario aclararlo, en última instancia). Pero nada de lo anterior es sinónimo de “revolución”. Y tampoco lo es de “izquierda” o de “socialismo”. Hay revoluciones, izquierdas y socialismos no marxistas, y hay marxismos no revolucionarios.

(4) Se reconocerán aquí ecos de un tema de fondo con largo historial en el pensamiento marxista del siglo XX. De hecho, es uno de los temas centrales de la discusión leninista y uno de los nudos de la disputa de Lenin con la socialdemocracia de su tiempo, disputa a la cual Sebastián León dedica varios párrafos en su crítica: la relación entre el partido y la clase, y el surgimiento espontáneo (o no) de la conciencia revolucionaria. De más está recordar que en esa disputa Lenin no estuvo del lado del espontaneísmo.

(5) Esta idea no es mía, sino de Fredric Jameson. Lo citaré, y que vaya esta cita también como respuesta parcial a otra de las críticas que le hace Sebastián León a mi artículo, cuando se pregunta cuáles son las “realidades contemporáneas” a las que me refiero. Esto escribe Jameson, luego de afirmar que el “verdadero significado de Lenin" es el requerimiento de mantener viva la idea de revolución, y en particular su vínculo con el concepto de totalidad: “Si uno quiere imitar a Lenin, tiene que hacer algo diferente.* El imperialismo, fase superior del capitalismo* representó el intento de Lenin de teorizar el surgimiento parcial de un mercado mundial; con la globalización, este último se presenta más completo, o por lo menos más tendencialmente completo, y como con la dialéctica de la cantidad y la cualidad, ha modificado la situación que describía Lenin más allá de todo reconocimiento. La dialéctica de la globalización, la aparente imposibilidad de desconexión, es nuestra ‘contradicción específica’ frente a la cual nuestro pensamiento político permanece encadenado”. Son las palabras finales de “Lenin y los revisionistas”, en Lenin reactivado. Hacia una política de la verdad, Budgen, Kouvelakis, Zizek, eds. Akal, 2010